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Acelerada, Mia Parrish movía las piernas con insistencia

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Acelerada, Mia Parrish movía las piernas con insistencia. El pórtico del Hogar Misericordia de Jesús comenzaba a mancharse con los zapatazos de la muchacha que, tras sentir un leve dolor de piernas, se había puesto a correr en el lugar, con la clara intención de darle una vuelta a la colina, a pie.

Frente a ella, Mumi la observaba, como hacía siempre, en silencio. Tenía un pancito en la mano, el cabello hecho una pelusa marrón sobre la cabeza y las rodillas sucias. Las niñas jugaban en el arenero que tenía de patio trasero. A ellas les encantaba, pero, Mumi, por otro lado, disfrutaba siempre de sus ojos y su soledad. Al parecer. Así que las niñas siempre terminaban arrastrando a la pequeña a un juego en la arena muy tedioso del que no quería participar.

Mia la miró a los ojos e hizo un gran esfuerzo por no sentirse identificada.

La hermana Marisol, que era siempre la que más cerca estaba de las niñas, se acercó con unos gajos de naranja en las manos y le entregó un par. Reparó momentáneamente en Mia y rodó los ojos.

—Tú también deberías de hacer ejercicio —apuntó Mia, sin parar de correr en el lugar.

Hablar con Marisol era muchísimo más sencillo que hacerlo con Lilian, porque de todas las hermanas de Misericordia de Jesús, ella era la más joven. De unos cuarenta y tantos. En el hogar eso era juventud entre las hermanas de negro y blanco.

—Tienes un gran problema para enfrentar el dolor —apuntó Marisol, con la misma serenidad con la que siempre esbozaba palabra.

Mumi recibía los gajos sin mirar a quien se los estaba entregando y los metía en su boca de a poco.

A veces, Mia sentía que Mumi hacía todo con demasiada precaución, como si siempre se encontrara consumida por el miedo, o con la guardia en alto. En el pequeño y caótico mundo de esa niña todo parecía ser de naturaleza relativa; las cosas podían irse al demonio tan rápido como entraban en aparente calma.

—No sé a qué te refieres —respondió, encogiéndose de hombros tanto como los saltitos le permitían.

Marisol acarició la cabellera de Mumi, que nada de suave tenía, y echó un vistazo hacia las niñas del arenero.

—No estás enfrentando lo que le pasó a tu amiga —dijo. Mia necesitó parar para tomar una bocanada de aire, agitada. Marisol observó todo enarcando una ceja, como si en su mente le recorriera la certeza de saberlo todo, de no necesitar respuestas en lo más mínimo, pero de en cambio querer escuchar algo.

Mia no recordaba la cantidad de veces que se había fugado a la iglesia para tener un momento de paz, pero no se atrevía a mencionar aquello en voz alta. La poca intimidad que tenía en el hogar no era culpa de Marisol, pero sabía que, probablemente, sonaría más como un reproche que como una explicación.

—Lo enfrento —se conformó con responder—. Solo que no como tú lo esperas. No voy a llorar como condenada sobre la cama. No quiero hundir todavía más ese colchón.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora