C•A•P•I•T•U•L•O• 48

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Demian palpó la barra de madera con que se había hecho y la escrutó

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Demian palpó la barra de madera con que se había hecho y la escrutó. De esquina a esquina, el material tan solo presentaba lo que cabría esperarse de algo similar: corteza, astillas, colores arenosos y la humedad típica del bosque.

Alzó la cabeza. El pequeño espacio de cielo que brotaba entre las ramas era suficiente para recordarle que se encontraba en Condina. El bosque, al menos esta vez, no pretendió hacerles más daño que de costumbre.

Con frecuencia los arrastraba hacia otros lugares diariamente habitados y terroríficos, pero esa vez había decido quedarse en Condina.

Estaba sorprendido de poder estar allí después de haber escuchado tantas historias de terror por parte de cada integrante de la familia Fisher. Mencionaban el peligro del frío, el despoblado mundillo natural, las peculiaridades nocturnas y, alguna que otra vez, la presencia de cierto ser desagradable a tres metros de profundidad.

—De modo que dices que no —murmuró Hans con semblante ausente y perdido.

Había estado tanto tiempo en silencio que Demian había olvidado por completo su presencia. A diferencia de las cientos de veces en las que se reunieron en el bosque, esta vez estaban solos. 

La camioneta roja de Demian enfrentando el desgaste de su pintura a la Amarok negra de Hans. La familia de Perla tenía cierta fascinación por los motores gigantes, y cada uno de sus hijos ahorraba cada año el dinero suficiente como para sostener el peso económico de esas bellezas.

La luz moteada que llegaba entre las hojas decoraba el escenario con pecas de luz. Dentro del carro de Hans brillaba una máscara de cierto animal con orejas alargadas y pelo. En el carro de Demian cabía un bolso oloroso con ropa sudada por el entrenamiento, una botella con apenas un par de gotas de enjuague bucal, la guantera repleta de chicles y tres paquetes de cigarros medio abiertos escondidos en los diferentes compartimentos del auto.

El silencio del bosque se volvía impoluto cuando solo estaban ellos. Pero Demian tenía la sensación de que aquel lugar tenía la extravagante capacidad de ensordecer el ambiente. Ni un animal, ni una hoja zumbando, ni la corteza de un árbol desprendiéndose repentinamente de sus amigas.

Demian volvió a palpar el pedazo de tronco. Ya había olvidado por qué lo tenía entre sus manos, de dónde había salido y a qué estaba diciendo que «no». Recordó la última de todas sus dudas, a medias. Las demás quedaron en el olvido cuando volvió sus ojos a Hans.

—De modo que digo que no —afirmó, con aquel tono de voz tan templo que se adhería tanto a su personalidad.

Hans tomó aire y estiró el cuello. Sus ojos quedaron prendidos a algún punto entre las hojas y la luz. Enterraba las manos en los bolsillos de su chaqueta gris y tensaba los músculos.

—¿Y qué piensas que dirá Danna?

—Pregúntale a ella —habló Demian, con la crudeza de saberse vencedor—. Yo me encargaré de decirle la verdad, de todos modos.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora