C•A•P•I•T•U•L•O• 42

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Hacía aproximadamente cinco minutos que Mia observaba el montículo de nieve en donde se perdía el hilo

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Hacía aproximadamente cinco minutos que Mia observaba el montículo de nieve en donde se perdía el hilo.

El cantico de los arboles llevaba hasta sus oídos y le soplaba el cabello. A su lado, el gato callejero de un solo ojo analizaba la situación y bostezaba ocasionalmente. Miraba a Mia, luego al montículo de nieve y luego a Mia otra vez.

El brillo rojo del hilo resaltaba sobre los cristales blancos de la nieve, dando mayor profundidad a su luz, como si allí se encontrara una inmensa cantidad de piedras de rubís intentando ser desenterradas. Pero Mia Parrish no pretendía desenterrar nada.

Ensuciarse las manos no era algo que aterrara a una niña acostumbraba a jugar en la tierra. El conflicto residía en lo que sutilmente se revelaba allí. Mia llevaba mirándolo horas enteras sin poder atreverse a asumir de qué se trataba. Tenía la forma dorada de la hierba en el verano; esa que adornaba las colinas en los meses calurosos. Estaba claro que ese no era un mes caluroso, y que esa cosa de allí, que afloraba livianamente entre la materia blanca, no era hierva.

En el Hogar Misericordia de Jesús los cuentos de terror estaban completamente prohibidos.

El gato se acercó a oler el montículo. Su pequeña nariz negra se movió con cautela sobre él hasta provocarle un estornudo.

En el Hogar Misericordia de Jesús los cuentos más tenebrosos y menos recurrentes se relacionaban a caperucita roja y el lobo feroz del bosque, de modo que las niñas no se alejaran demasiado de los límites estipulados del Hogar. Todo lo que rodeaba la colina era descampado y árboles, sin mencionar las terribles irregularidades del terreno. Hasta allí llegaban las monjas; esos eran los cuentos feos.

El gato volvió a mirar a Mia.

Aquella regla de oro impuesta por las doncellas de negro y blanco, era la razón principal por la cual las niñas huérfanas del pueblo desconocieran por completo los dichos sobre Danna Fisher, o la familia Fisher. O el Bosque Blanco; sitio embrujado, árboles que ven, ojos en todas partes, secretos y frío. 

Podría decirse que las niñas del Hogar Misericordia de Jesús no conocían el miedo. Habían aprendido a quererlo todo; desde el insecto más negro y tosco hasta la oscuridad más espesa de los días de tormenta, cuando se cortaba la luz y no quedaban velas. 

Por lo mismo, ver cabello de trigo en la nieve no tenía por qué ser algo malo.

El gato estiró la patita hasta tocar el hilo. Mia estaba tan perdida en los flecos dorados que ni siquiera notó el sutil gesto, o quizás lo notó y no fue capaz de otorgarle importancia. Así que el gato maulló.

Pero cuando conoció a Karen Navarro, Mia conoció también las historias de terror, de modo que, en esa situación, Mia no podía hacer más que asumir que aquello que salía desde las profundidades de la tierra, que se advertía apenas con suerte, era cabello. Cabello humano. Pelo rubio.

Al parecer ya aburrido, el gato comenzó a escarbar la nieve con sus patas delanteras. Mia alzó la mano para apartarlo de allí, pero cuando se lo pensó un poco mejor, se dio cuenta que ella no estaba dispuesta a terminar el trabajo. Sentía un extraño nerviosismo en el cuerpo; como si el bosque representara la escena de algún crimen pasional. Así que Mia se acurrucó junto al animal, con los ojos atentos sobre el pozo, notando como eventualmente el hilo vibraba por el contacto del felino con él. 

Poco a poco allí se iba notando algo mucho más extraño. El gato ya no apartaba nieve, sino tierra. La mezcla heterogénea que formaban ambos componentes a un lado no hacía más que alertar a Mia.

El tejido amarillento y mugroso de un saco encerado se hacía presente de a poco.

Mia perdió el aire.

De seguro el objeto llevase allí mucho tiempo; mucho más que el que había transcurrido esa noche. Se divisaba como una pequeña almohadita rellena de algodón con dos extensiones largas y estrechas de cuerpo. Dos más. Una cabeza.

Patitas, manos, torso y cabeza.

Mia estiró la mano hasta tomar el hilo. Lo palpó, nuevamente, entre sus manos, y sintió la satisfacción de no temerle más a ellos, pero sí en cambio temerle a lo que ocultaban en sus extremos. Tiró con cuidado y delicadeza hacia arriba hasta dejar al juguete columpiándose en el aire.

El gato lo golpeó con su patita, haciéndolo girar.

Mia no pudo evitar asquearse de la imagen. Necesitó tapar su boca para evitarse un grito. «¡Esta cosa está atada a mi pie!».

De la cabeza de la muñeca se desprendían los hilos dorados que ella había visto. En su rostro, se encajaban con cierta ira dos botones toscos y gigantes. Su boca era un bordado negro y recto, al igual que su nariz. Por todo su cuerpito se advertían puntos de costura, como si en lugar de cerrarlo lo hubieran abierto un par de veces más para inducirle objetos. 

Del muñeco, además, colgaba un hilo, que se perdía entre la tierra. Y otro un poco más brillante que continuaba su curso por el bosque. Aquel último no resultaba tan sobrecogedor como el primero.

Con la exacta punta del dedo, teniendo cuidado de no tocar más de lo necesario, Mia tiró de aquel otro extremo levantando la tierra debajo de él. Parecía bordear un dibujo, puesto que daba vueltas y vueltas como agua derramada en un embudo. 

El recorrido terminó de pronto, en un gesto brusco y seco. Cuando Mia tomó aire, se decidió a tirar una vez más de él. 

El gato junto a ella continuaba jugando con la muñeca en el aire, haciéndola girar y clavándole sus garritas. Para desenterrar aquello, necesitaría usar más fuerza, así que lo hizo. El objetó se levantó entre la tierra fresca y giró sobre su órbita.

Quedó allí, frente al único ojo del gato y los dos ojos de Mia Parrish, presumiéndose como pequeño y peligroso a la vez.

Dado que su esclava no pronunciaba respuesta, y se la notaba más alterada que feliz, el gato decidió maullar. Lo hizo un par de veces más hasta que Mia lo miró de reojo.

—Es el espejito de Karen —murmuró—. El que llevaba a la escuela.

El gato no sabía quién era Karen y tampoco le importaba demasiado, aunque por algún motivo, aquel nombre le recordaba a varias sirvientas del pasado. Así que volvió a darle una patadita al juguete, que reaccionó maravillosamente con giros en el aire.


DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora