C•A•P•I•T•U•L•O• 27

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Lucrecia Brunelli no se daría por vencida.

Durante la clase de biología, no hizo más que clavarle la mirada a Danna por cuarenta y cinco minutos. La chica sombría, con su supuesto ojo que todo lo veía, ni lo notó. Los ojos de la maldecida viajaban, desorientados, desde las hojas de clase hasta la pizarra. Se notaba, de lejos, que era alguien que acababa de comenzar de nuevo los estudios y, sin embargo, no estaba tan escandalizada como podría esperarse. Y pese a que ella no se enteraba de nada, todo el salón de biología sí que lo hacía. Lulú capturaba susurros detrás de ella, y las tan pronunciadas reglas para tratar con un Fisher que, evidentemente, no estaba aplicando al mirarla.

Tras finalizar el tercer periodo de clases, durante el almuerzo que Danna solía pasar en soledad, Lulú no perdió segundo para ir y depositar su bandeja en frente de ella. Descubrió que la chica comía bastante más que ella y que lo hacía con demasiada lentitud. Esperó una mirada hostil o algún comentario agresivo que rozara lo maleducado y lo indiferente, pero, en cambio, Danna sólo la observó por unos segundos, sin mover la cabeza, para después devolver la vista al libro que tenía entre las manos.

La mirada de Danna era tan tajante que parecía poder enmudecer a cualquiera. A pesar de que esos ojos eran aparentemente ámbar, Lulú les otorgaba cierta oscuridad. El contraste con su cabello negro y sus espesas cejas no los volvían más claros, sino que por algún motivo generaban el efecto contrario.

A sus espaldas, como en todo el día, se despertaron susurros.

Lulú no tenía amigos en Morgan, la mayoría de ellos, leales o no, se encontraban en el páramo, así que también era nuevo para ella comer el almuerzo con alguien más. Solía hacerlo en soledad mientras navegaba por su teléfono, y eventualmente alguien se sentaba a su lado y comentaba algo para luego irse con su grupo de amigos. Podría decirse que era solitario, pero era a lo que ya estaba acostumbrada, de modo que así era normal.

—Están hablando de ti, al parecer —dijo Danna. Lulú se sorprendió momentáneamente del sonido de su voz, porque no lucía tan apagado como siempre. Allí brillaba un poquito de vitalidad.

Danna Fisher estaba viva.

El rostro inerte de la muchacha despertaba cierta curiosidad. Esa noche Lulú había soñado con ella. Ambas estaban tumbadas en las profundidades de un líquido apenas transparente en donde podían divisarse entre motas blancas de polvo suspendido. No sabía si aquello se debía al Noem o si esa era la forma en que su inconsciente percibía a Danna Fisher; como una figura a lo lejos, borrosa, a la que se le imposibilita la respiración.

—Lo sé —Lulú se metió un trozo de patata a la boca. La comida de la escuela no era tan mala como todos pensaban. De hecho, ya se había acostumbrado al sabor. Era como probar la sopa de mamá, con la pequeña diferencia de que su madre nunca le había preparado sopa—. ¿Qué lees?

Danna carraspeó la garganta.

Rebeca.

—¿De qué trata?

—De Rebeca.

—¿Quién es Rebeca?

Danna alzó la vista.

A su alrededor, los susurros acrecentaron. Todos señalaban a la niña maldecida y a la otra loca que le hacía compañía. «¿A caso el director la ha obligado?» «Diez billetes a que Lulú sufre un accidente extraño mañana», «y si no le pasa nada, ¿significa entonces que la maldición solo opera si la tocas?», «No, la está mirando a los ojos, ¿no ves?».

Pero Danna estaba más alterada porque tenía hambre y porque todo el día había tolerado las clases interminables de Morgan; había caminado por sus pasillos y había tomado apuntes vagos sin el más mínimo nutriente en su estómago. Y, aun así, con todas las ganas que tenía de comerse aquel almuerzo, no valía la pena hacerlo. Quizás luego lo vomitaría porque la casa en la que vivía estaba maldita.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora