C•A•P•I•T•U•L•O• 6

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La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal - Oscar Wilde



Esa tarde Danna admiró a los tres hombres que se encontraban empacando sus cosas

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Esa tarde Danna admiró a los tres hombres que se encontraban empacando sus cosas. Físicamente y desde su perspectiva, eran comparables a sujetos recién salidos de la cárcel; repletos de tatuajes toscos y miradas crudas. Se trataba de sujetos que le habían recomendado a su hermano en el pueblo. Ya sabes, esas recomendaciones de «es un buen servicio» que remata con «es barato y lo harán rápido».

Detrás de ellos y apoyado en el marco de la puerta, Demian Fisher les clavaba la mirada como un halcón. A decir verdad, también podría decirse que venía de la cárcel. Los mismos tatuajes y la misma mirada cruda. Solo que Demian contaba con cierto atractivo del que aquellos sujetos carecían. Él era un sultán vigilándolo todo, y el resto de mortales en el mundo funcionaban a su merced.

Mientras tanto Anna se disponía a recoger pertenencias en la habitación de sus padres. Había dicho «deberíamos donar», pero no había precisado exactamente de ninguna respuesta para apresurarse a juntar la ropa en cajas de cartón.

Danna necesitó presionar los labios para no llorar. Deshacerse de las cosas de sus padres no era precisamente lo más agradable del mundo, y para rematar la experiencia, Anna parecía no darle la importancia suficiente al cuidado de las prendas.

Allí iban la camiseta de trabajo de su padre, los pantalones con los que se hacía su madre para limpiar los suelos del baño repletos de cloro, los pijamas, las zapatillas de correr, las zapatillas de entre casa y las que usaba para salir al parque. Danna conocía el uso de absolutamente cada zapatilla, de casa camiseta, y de cada pantalón desalmado.

La fragancia del perfume de David se colaba por sus fosas nasales y por un minuto Danna sintió el crujido de su corazón.

Pero no lloraría.

Se dispuso a tomar asiento y compensar con un trato delicado las imprudencias de su tía. Danna dobló las prendas con todo el amor que había en ellas y las guardó en sus respectivas cajas. Había tres; dos para las donaciones de la iglesia y la otra para el recuerdo. En la última quedaron los anillos de su madre, los anteojos de su padre y sus camisetas favoritas.

Al finalizar el encargo el departamento no fue más que una habitación vacía, con una capa de polvo sobre el suelo, uno que otro papel esparciendo mugre y presencia, y el inescrutable silencio de los fantasmas. Aquel espacio de residencia tan habitual de pronto era envuelto por una energía melancólica y repelente que entumecía el corazón de Danna. Ella se marchó, con la caja de mudanza entre sus manos, la camiseta de dormir de su madre y la mochila de la escuela colgando de su hombro. Quizás, de alguna forma, aquella imagen dejaba a la vista las tan evidentes preocupaciones de la niña.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora