Aquel día pintaba duro. Después de descansar unas horas, quedé con mi hermana María para abrir el asturiano y le conté todo. También le di la carta para Amelia. Esa tarde se verían en el ensayo del concierto del día siguiente y era un buen momento para hacérsela llegar.
El día pasó lento y los parroquianos sufrieron mi cansancio. Andaba despistada y con la cabeza en todas partes menos donde debería de tenerla. Así que decidí irme un poco antes de la hora en la que Lola y Manolín nos hacían el relevo y me tumbé en la cama a descansar. Al menos los ojos y el cuerpo, porque la mente no paraba, era imposible.
Posiblemente acepté demasiado rápido y sin hablar con ella apenas, que Amelia se iría de mi vida, y al asumir, empezaron a atormentarme otras cosas.
Y es que yo ya necesitaba querer y quería seguir haciéndolo de esa forma. Tenía tanto amor deseando salir que apenas me había dado tiempo a dar un poquito. Además, no sabía cómo de placentero era compartir o intercambiar cariño con alguien que te quería bien. Me sentía como la niña que le dan el caramelo y luego se lo quitan. Era una sensación terrible porque mi mayor miedo era no ser capaz de olvidar nunca a Amelia y no poder sentir de esa forma de nuevo, que es como yo quería sentir, a lo grande. Tenía miedo de tener a alguien a mi lado mientras pensaba en ella y en lo perfecto que sería todo si hubiese salido bien nuestra historia. Me daba pánico comparar inevitablemente.
Alejarme de ella era doloroso, pero no entiendo el motivo por el cual me preocupaban más otras cosas. Las secuelas posiblemente, el estado en el que se me quedaría el alma después de ese revés. Porque yo sentía que aquello de que el tiempo cura, no era del todo cierto.
Hay personas que entran en tu corazón llamando a la puerta y te acompañan. Se hacen un hueco, te hacen bien, se acomodan allí y cuando deciden salir, lo hacen sin desordenar nada. Tu vida sigue igual que antes, cuando no había nadie. Pero otras, en cambio, dejan un vendaval. No entran, no piden permiso, solo te rozan y te funden. Entiendes que ya es una sola piel de un corazón que cuando necesite olvidar, tiene que arrancar pedazos, no le basta con expulsar y así, lo deja todo hecho un desastre.
Y pasa que te da miedo volver allí dónde sabes que solo hay caos. No saber por dónde empezar a poner las cosas de nuevo en su sitio, y por supuesto asumir que lo que se ha roto, nunca va a estar igual que antes.
El teléfono se interpuso entre mis pensamientos y la fuerza que estaba haciendo para evitar las lágrimas. Al poco se cortó, supuse que lo había cogido alguien y decidí salir de la habitación a comprobarlo. En aquel momento encontré a mi madre por el pasillo.
- Hija
- ¿Qué? - tragué saliva, en aquellos días el teléfono era un sonido que me daba pánico.
- Era tu hermana María, me ha dicho que tienes que ir a su local cuanto antes.
- ¿Para qué?
- No sé, casi me ha colgado sin dejarme decirle adiós. Esta hermana tuya siempre con sus prisas...
- Bueno, quizás necesite ayuda con algo, voy a darme una ducha y voy.
- Pero Luisi, tienes que estar muy cansada,
- Ya descansaré esta noche, Mamá.
Me adecenté un poco y caminé hacia el libertad con una tranquilidad extraña. Posiblemente me encontrara allí a Amelia y puede que fuese el momento de hablar después de que leyera mi carta. O no... Puede que simplemente mi hermana necesitara mi ayuda para algo porque ya estaba sola. Estaba tan cansada que me daba igual, me dejaría llevar por el momento sin preocuparme más de la cuenta, que al final, la preocupación era lo más agotador del mundo.

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Ella. Luimelia.
FanfictionLas cuatro paredes del libertad 8 son testigos de canciones, ideas e historias que aún deben estar escondidas.