16. Constelación

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Tercera persona.

León observaba en silencio la puerta de madera que se alzaba frente a él. Después de vagar perdido en sus pensamientos, había terminado en aquel sitio, el único lugar que parecía atraerlo como por inercia. Estudiaba aquellas vetas con la mirada perdida, como si en ellas se encontraran todas las respuestas que estaba buscando. Quizás temeroso de lo que se encontraría tras de ella, pero un Rivera nunca eludía los problemas, siempre se enfrentaba a todo lo que se interpusiera en su camino.

Por desgracia, lo único que se interponía en su camino eran sus mejores amigos, aunque más concretamente solo uno de ellos.

Max.

Después del beso, su sorpresa había sido tan evidente en su rostro que no reaccionó en lo más mínimo. No dijo nada, ni para reprocharle lo que acababa de hacer ni para continuar la discusión que estaban teniendo.

Simplemente guardó silencio.

León supuso que del mismo modo que los ojos de Max parecía confundidos, también lo estarían sus pensamientos, tratando de asimilar lo que había sucedido entre ellos. En lo más profundo de su ser, esperaba que también pensara en su confesión, en lo que significan sus palabras y que, con ello, recapacitara sobre lo que creía que sentía por Robin.

No es que quisiera desechar los sentimientos de Max sin más, como si no fueran valiosos, sabía que atesoraba a Robin del mismo modo que lo hacía él mismo. Para ambos era un amigo irremplazable y eso no cambiaría nunca, pero ese era el quid de la cuestión, era un amigo. Había visto durante meses cómo Max miraba a Robin cuando pensaba que nadie se daba cuenta, siempre había sido consciente de aquel brillo en sus ojos, de aquella exagerada admiración. Pero León sabía exactamente que aquella fascinación que sentía Max por Robin no era amor, amor era lo que sentía él por Max desde hacía años. Los ojos de Max mirando a Robin jamás mostraban lo mismo que los de León cuando lo miraba a él.

Él sí estaba enamorado de Max.

Y lo quería desde que lo conoció. Desde el mismo día en que aquella cicatriz marcó su rostro.

Y Dios se apiade del mundo si lo pierdo.

Puede que no fuera consciente durante un tiempo, cuando apenas eran unos críos, pero no tardó en comprender que aquella sensación que despertaba Max en su interior era diferente a todo lo que había sentido antes.

Aún así, estaba completamente seguro de que todo empezó el primer día que lo encontró vagando por el bosque. Aquella fina línea roja que cruzaba desde la parte baja de su ojo hasta la mitad de su sien derecha, cortando en dos su ceja y deformándola hacía arriba, sería la eterna prueba de cuando se conocieron. Fue el primer día que habló con Max, y fue precisamente él, el que le hizo aquella marca.

León vagaba por el bosque en busca de su hermano y su amigo cuando algo le llamó la atención. Conocía aquel bosque como la palma de su mano, por lo que cuando apreció una sombra fuera de lo habitual, se acercó a comprobar que era aquella novedad. Se encontró con un pequeño chico moreno sentado en un gran tronco derribado. Se encontraba de espaldas al bosque, con el rostro entristecido mirando al cielo, absorbiendo los primeros rayos del sol.

Cuando aquel chico demacrado notó una presencia desconocida justo tras de él, entró en pánico y se defendió con lo único que pudo. León no lo juzgo, no se enfadó con él, por el contrario, aquello fue lo que lo motivó. Comprendió en aquel preciso momento, sintiendo la sangre correr por su mejilla, que ese chico llegado de la gran ciudad, cubierto de heridas y con una constante expresión de terror, necesitaba ser protegido por encima de todo. Aquellos ojos, hundidos y con un verde tan triste que se tornaban negros, delataban el dolor que había tenído que sufrir mientras vivía en Puerto Índigo, antes de que el padre Alejandro lo trajera consigo a Villa Deva.

Aunque nunca le había contado nada de aquello a nadie, León sospechaba que el Padre Alejandro sabía la historia detrás de aquellas heridas. Al fin y al cabo, era él quien lo había traído a aquel pueblo. Aún recordaba el primer día cuando vio la pequeña comitiva, guiada por un larguirucho cura, con un pequeño bulto negro pegado a su espalda. Aunque se moría de ganas por conocer el pasado de Max, no preguntó, decidió que quería que fuera Max el que se lo contase cuando estuviera preparado.

Aún así, ninguno de los dos había dicho palabra alguna sobre su historia y eso solo apoyaba la suposición de que debía de ser una historia cruel y violenta. Un trauma que a día de hoy aún arrastraba y que se hacía evidente en su caras de pánico cuando sentía a alguien a su espalda, cuando escuchaba gritar a los hombres mientras guiaban al ganado o cuando sonaba el silbido de una fusta azotando a un caballo.

León no tenía ni idea de cuáles eran los detalles, pero a lo largo de los años se había formado una idea en su cabeza de que era lo que podía haberle sucedido. Sinceramente, esperaba equivocarse, porque la maldad de sus pensamientos era demasiado horrible para un niño de doce años.

Por ello, se había pasado los últimos siete años cuidando de él. Al principio no sabía el porqué se lo había inculcado a sí mismo como su deber, no pudo entender la irrazonable necesidad que tenía de saber que se encontraba bien. No fue hasta que comprendió sus propios sentimientos que pudo darse a sí mismo una respuesta clara.

Lo protegía y cuidaba porque quería que fuese feliz. Quería que dejara atrás cualquier recuerdo que le hiciese daño y siguiera adelante.

Por esa misma razón, había dejado que pasaran unos días. Quería darle tiempo para pensar en sus sentimientos y no quería agobiarlo o hacerlo sentir inseguro. Desde aquel día se habían visto pero siempre con Lucas y Robin, por lo que aquella era la primera prueba de fuego real.

León sacudió la cabeza, intentando despejar aquella nube de pensamientos y centrarse en lo que estaba haciendo. Sin querer alargar más aquellos nervios que sentía, se decidió y llamó con dos rápidos golpes a la puerta trasera de la iglesia. Aquella era la entrada a la pequeña casa que compartían Max y el Padre Alejandro.

Al cabo de unos segundos, escuchó como unos pies se arrastraban con lentitud hacia él y tras unos segundos de pausa, la puerta se abrió, desvelando a un Max medio dormido. Con su rostro somnoliento y despeinado, bostezó mientras intentaba mantenerse recto, aguantándose al picaporte de la entrada. Estaba en pijama, con una desgastada camisa y unos pantalones cortos de algodón que le quedaban grandes. Mientras sus shorts aguantaban en su lugar a duras penas -todo gracias a un cordón que hacía de cinturón-, su camisa se deslizaba por sus hombros, perdiendo la lucha por quedarse en el lugar que le correspondía.

Los ojos de León se deslizaron hacía sus hombros descubiertos y se quedó hechizado con la línea de lunares que lo recorría, deslizándose por su piel hasta desembocar en su mentón, dibujando sobre él una constelación.

Totalmente encandilado por aquellas pequeñas pecas, se apoyó contra el marco de la puerta, deleitándose con la vista ante él.

–Bueno, bueno... Si así es como amaneces normalmente, me encantaría ser el que te despertase todos los días. 

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora