38. Sonrisa lobuna

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Tercera persona

–¿No se habían visto ni una sola vez aunque ambos habían vivido todas sus vidas en Villa Deva? –interrumpió el relato Alexander, incapaz de creerse aquel detalle.

En momentos como aquellos, era cuando se hacía más palpable la magnitud de aquella batalla sin fin, cuando los extranjeros resaltaban los detalles más significativos que pasaban como algo normal para los que habían vivido aquella historia desde siempre.

–Creo que no llegáis a comprender cómo es la situación entre estos dos tozudos hombres –puntualizó Robin para aclarar la importancia del asunto–. No es como si fuese algo que se pudiera perdonar con una disculpa y un regalo de consolación, no, esto ha llegado al punto de que ha corrido sangre.

Un ligero escalofrío recorrió la piel de María, que estaba totalmente absorta en las palabras del muchacho. Una sensación de peligro le destelló en la mente, como si de un sexto sentido se tratase.

–Los constantes conflictos entre las familias, el odio irracional que guía todos los pasos de este valle, desde hace generaciones no se han tolerado ni para coexistir en el mismo pueblo. Esto es pequeño, todos se conocen entre ellos por lo que las noticias vuelan y te enteras rápidamente de los planes de la otra familia: si tienen pensado un viaje, un nuevo negocio o si vas a bajar al pueblo a comprar. Además, por si fuera poco, mi padre siempre manda a algún soldado a hacer reconocimiento de las calles antes de acudir, osea que sí, no se habían visto hasta aquel momento.

–Lo siento, –le dijo por como había puesto en duda su relato– es simplemente que me parece excesivo llegar hasta ese punto.

–Lo sé, opino exactamente lo mismo –dijo Robin mientras sus ojos bailan de vuelta hacía María–, pero eso no es lo peor que ha pasado o que siguen haciendo, ambas familias han cometido atrocidades desde hace generaciones. Por ejemplo, hubo un año en el que tu abuelo –dijo señalando a María– quemó todas las cosechas en venganza por el robo de los suministros bimestrales de tu familia, que a la vez lo hicieron porque tu tío dejó escapar un potro de pura raza de mi padre y así sucesivamente una barbaridad detrás de otra.

–¡Por Dios, que desastre! ¿Cómo han podido convivir así durante tanto tiempo? Lo raro es que no se hayan matado antes –dijo Anna, totalmente anonadada por aquellas barbaridades.

La mirada afilada que le dieron los cuatro chicos devinenses junto al agudo silencio que cayó en la habitación le provocó otro suave escalofrío a María. Robin la miró a los ojos sin querer perderse la reacción que sus palabras provocarían en la muchacha.

–Meses después de la desaparición de mi hermana, mi padre perdió un poco la cordura. Siempre culpó al Conde de su desaparición, cada día se autoengañaba con un motivo diferente: que si la tenía secuestrada porque ella había cambiado de opinión respecto a la boda, que si la había matado en alguna discusión, que la quería solo para él para usar sus poderes... Ya os podéis hacer una idea y aquellos pensamientos cada vez lo envenenaban más, hasta el punto de perderse a sí mismo en su mente. Ni siquiera podía reconocerlo. Así que, borracho como una cuba, la noche en la que hacía exactamente un año que mi hermana había desaparecido... –el muchacho apartó la mirada, incapaz de seguir mirándola a los ojos– Mi padre mandó matar a tu tío.

María mentiría si dijera que le sorprendía aquellas palabras, al fin y al cabo, ya había podido entrever un poco de aquella radical dispuesta. Robin continuó hablando atropelladamente.

–Nos enteramos a la mañana siguiente, junto con la noticia de que aquel estúpido sabandija había fallado y solo había conseguido herirlo mínimamente. Después de aquello, el Padre Alejandro se presentó en la puerta de la fortaleza y se negó a marcharse sin hablar con mi padre. Horas después, cuando puso rumbo al pueblo de nuevo, mi padre era una persona distinta, nunca volvió a ser el mismo pero al menos no estaba en aquella espiral autodestructiva en la que cayó. Por suerte, desde aquel día no ha vuelto a pasar nada más entre ambos, como si hubiesen establecido entre ellos una paz no escrita, ni siquiera hablada. Es frágil, porque estoy totalmente seguro de que cualquier paso en falso podría hacer saltar la chispa que vuelva a incendiarlo todo.

La mente de la pelirroja era un hervidero, asimilando palabra por palabra todo lo que Robin les estaba explicando.

–Por eso me perseguísteis y me amenazaste en el bosque después de salvarme, si alguien se hubiese enterado de que los dos estuvimos involucrados en aquel incidente, ambas familias habrían culpado a la otra.

–Exacto, pero eres tan jodidamente cabezota que no hay quien te haga entrar en razón –le sonrió Robin, aliviado de que la chica no pareciera enfadada con él por las confrontaciones de sus familias.

La chica le devolvió la sonrisa antes de responderle.

–Qué bien lo sabes –enfatizó la chica, dándole la razón–, pero bueno, te doy el mérito que te mereces por lo mucho que intentaste mantenerme callada. Al menos, eso lo has conseguido, no se lo he contado a nadie. Bueno, a casi nadie –puntualizó señalando a sus primos.

–Si bueno, tendré que buscarme otra manera para mantenerte callada la próxima vez –se le escapó una sonrisa pícara, pensando en el doble sentido que estaría encantado de darle a sus palabras–, ya que amenazarte no sirve de mucho.

La chica se sorprendió y agachó la mirada, de repente cohibida por la sonrisa lobuna de medio lado que le dio el muchacho. No estaba segura de que aquellas palabras tuvieran el significado que su cabeza les estaba dando, pero aún así se sintió avergonzada por el simple hecho de imaginarlo. Con todo lujo de detalles.

El ambiente, que había cambiado a uno mucho más cálido entre los dos jóvenes, se vió interrumpido por las palabras de Anna.

–Pero si aquel día ambos huyeron el uno del otro, ¿cómo demonios acabaron prometidos?

–Error, fue mi hermana la que huyó despavorida de allí, el Conde no. Siempre me decía que, tiempo después de prometerse, le confesó que había acudido al mismo sitio en el que se conocieron todos los días, a la misma hora con la esperanza de volver a verla y así fue. Después de unos días, volvió al bosque y allí estaba, solo que estaba vez...

Las palabras de Robin se vieron interrumpidas por dos rápidos golpes en la puerta principal. Aquel sonido conmocionó a todos en la habitación, viéndose pilladas in fraganti. Unas palabras prosiguieron a la llamada.

–Señorito, ¿puedo entrar?

Todos se congeló en la habitación: las palabras, el ambiente y los chicos allí reunidos.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora