1. Dos vidas perdidas

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El carruaje se balanceaba a un ritmo discordante, fatigoso e incómodo, zigzagueando por el camino mientras evitaba, en su vaivén, las piedras y los baches del camino. 

Un camino tan antiguo como la propia tierra en la que discurría. 

Tras una fuerte sacudida de la cochera, María tuvo que sostener el libro que se hallaba en su regazo, con temor a que este cayese a las mohosas tablas del suelo.

Apretó con vehemencia la dura portada. Protegería aquel libro con todo lo que hiciese falta para mantenerlo a salvo. Sonrió amargamente, con una profunda tristeza, y abrazó el frío cuero contra su pecho, consolándose con el suave peso contra su pecho.

Aquel pequeño objeto era el único recuerdo que le quedaba de su padre junto a una pequeña carta que se había deslizado de su interior la primera vez que lo sostuvo en sus manos. O eso cree. No recordaba bien cómo habían sucedido los acontecimientos de las dos últimas semanas, todo parecía un borrón inconexo en su memoria. Se sentía aturdida, su mente desconectada de la realidad, perdida, desde el instante en el que le comunicaron la muerte de su padre.

Una lágrima se derramó por su mejilla, pequeña, fría y solitaria, igual que se sentía ella.

Asomó la vista a través del pequeño ventanuco del carruaje, evitando tocar las feas y sucias cortinas que la adornaban en sus laterales. El camino hasta el valle estaba siendo un suplicio, lleno de ajetreo, agitación y desesperanza. Su único consuelo era el paisaje, hermoso allá donde se posaban sus ojos. Todo estaba lleno de verde y marrón. Los altos árboles adornaban la linde del camino, todo lleno de viejos sauces, regios pinos y algunos robles tan sobresalientes como descoloridos. Si fijaba con atención su vista en algunos lugares, podía llegar incluso a ver algún pajarillo posado en alguna rama baja. Si agudizaba el oído e ignoraba el repiqueteo de las ruedas contra la grava del camino, podía incluso escuchar algún tímido cantar o el tintinear de algunos arbustos al ser invadidos por huidizos animalillos. Todo le concedía un filtro cálido que transmitía paz y, para María, también algo que creía haber perdido: esperanza.

La chica suspiró, pensando en qué pasaría con ella de ahora en adelante. Hacía dos semanas estaba en pleno Londres, rodeada de lujos, con pocas pero muy apreciadas amigas y con su padre a su vera. Ahora se dirigía a la casa de su desconocido e ilustre tío, el cual se iba a hacer cargo de ella como su tutor legal durante el escaso año que faltaba para que cumpliese la mayoría de edad.

Cuando recordó el primer contacto que tuvo con él, su rostro se torció en una mueca asqueada. La única correspondencia que había recibido de él había sido a los dos días de la muerte de su padre y había llegado con su gran sello dorado enmarcando el sobre. Había sido escueto escribiendo, pero María era capaz de leer entre líneas. Su padre estaba tan endeudado en el momento de su muerte que su tío tuvo que vender todas sus pertenencias, incluida su residencia en la capital para poder pagar todo lo que aquel "insensato" debía.

Suspiró.

Aunque entendía el porqué su tío describió a su padre con aquella desagradable palabra, seguía molestándola que se refiriera a su recién fallecido hermano de esa manera.

Pero el resto de las palabras de su tío perdían su importancia cuando, casi al final de su refinada escritura, le explicaba que a su padre lo habían apuñalado volviendo a casa a altas horas de la noche. La policía le dijo que había sido un robo que había salido mal pero según las crudas palabras que había usado su tío, había sido un ajuste de cuentas por alguna de sus deudas.

Sinceramente, a María le daba igual el motivo, solo sabía que no volvería a ver a su padre y que del mismo modo que lo había perdido a él, había perdido su propia vida en el momento de su muerte.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora