29. La operación

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Narra Alexander

El silencio en la habitación se sintió pesado tras mis palabras. La fragilidad y todo lo que conllevaba aquella situación hacía que todos estuviéramos tensos y tuviéramos los nervios a flor de piel. Yo era el primero que en mi interior luchaba conmigo mismo para mantener los nervios a raya, pero era casi imposible tranquilizarme cuando pensaba en la hazaña que tenía que desempeñar.

¿Cómo diablos le voy a sacar la bala? Nunca he tenido que enfrentarme a algo así. Por dios, ni siquiera he intervenido cuando han operado a alguno de nuestros caballos... ¿Qué voy a hacer si se transforma mientras estoy hurgando en su interior? Si le daño algún órgano...

Mi monólogo interior se perdió en mis pensamientos cuando Robin rompió el silencio.

–Toma, hemos traído esto –dijo, extendiéndome una pequeña botella de tónico.

Observé el pequeño frasco, intentando descifrar qué era aquella sustancia transparente. No tardó en responder a mi pregunta muda.

–Es lo que usamos en el castillo cuando tienen que tratar alguna herida grave. Hace que disminuya el dolor pero también adormece, así que si quieres aliviarla impregna un paño y que lo huela durante unos segundos, si prefieres que se duerma ponle dos gotas bajo la lengua. Pero ten cuidado, cada uno reacciona diferente y he visto a hombres de más de cien kilos tardar casi una semana en despertarse.

Sopesé sus palabras. Ya me había plantado la situación y estaba seguro de que en algún momento acabaría desmayándose del dolor, era imposible que aguantase una intervención así sin analgésicos. Lo mejor sería dormirla y así no sentiría nada, pero si se mantuviera despierta sería capaz de guiarme en cierto sentido o incluso de avisar si siente que algo va mal. No quería que sufriera, pero si ese era el precio que tenía que pagar para que sobreviviera, estaba más que dispuesto a pagarlo.

–Ey, gatita, necesito que uses esto, ¿vale? –le mostré el pequeño frasco de cristal– Es para aliviar un poco el dolor y también vas a sentir mucho sueño pero no te puedes dormir, necesito que te mantengas despierta... ¿Lo entiendes? –le pregunté, cada vez más preocupado por ella. Asintió a mis palabras– Necesito que me digas si sientes que algo va mal o cualquier cosa que pueda ayudarme.

Se quedó en silencio, mirándome a los ojos con una tranquilidad insólita, como si confiara completamente en que aquello saldría bien, con que yo lo haría bien. Como si confiara en mí.

–Yo... lo siento. Esto va a doler –le dije con la voz un poco rota sintiéndome culpable por no poder hacer más por ella.

–Lo sé –contestó para sorpresa de todos.

Se acostó en la cama boca arriba. Me recordó a un muerto dentro de su ataúd y recé para no tener que llegar a ese punto. Empecé a prepararme mentalmente para lo que se avecinaba.

Uno de los gemelos cogió un taburete medio raído y lo colocó detrás de mí, expectante para que me sentara sobre él y me acomodase lo mejor posible junto a la cama. Su hermano, el que tenía una cicatriz en la cara, cogió una vieja caja rota y limpiándole el polvo que tenía, la colocó a mi lado.

María comenzó a sacar todo lo que había traído. Colocó un gran cuenco de porcelana sobre la caja y comenzó a depositar las cosas dentro de él: agujas, hilo, paños limpios, una botella de coñac...

–Iré a preparar algo de comer para que pueda recuperar algo de fuerza cuando terminéis –dijo mi hermana con el rostro pálido antes de salir huyendo de la habitación.

Me giré preocupado al verla marchar, no quería que estuviera fuera de mi vista en un sitio desconocido como aquel. Además no habían tenido más noticias de los bandoleros y podían aparecer en cualquier momento.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora