13. El rincón del consuelo

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Tercera persona

El camino de vuelta a la mansión se les hizo más fatigoso y molesto que el trayecto de la mañana. Entre Hidalgo y María llevaban todo el género que habían comprado en el pueblo, que no era precisamente poco. En aquel momento les pareció una genial idea comprar carne, verduras y pescado fresco, incluso la chica había aprovechado la oportunidad para comprarse un libro. Sin embargo, ahora que tenían que cargar aquel peso entre los dos, ya no les parecía tan buena idea.

La señorita intentó quitarle la mayor carga posible al mayordomo pero este se negó en rotundo. Aunque seguía sirviendo con la misma vehemencia que el primer día, muchos años habían pasado ya y el pobre Hidalgo ya estaba bastante anciano. Tenía el pelo totalmente cano y las arrugas en su delgaducho rostro eran la prueba visible del paso del tiempo.

Aún así, no le había permitido a la joven coger casi ningún paquete, con la excusa de que no era propio de una dama llevar las compras, solo debía encargarse de pedir lo que quisiese. María rió ante aquel pensamiento tan antiguo, aunque no le extrañó viniendo de él. Se le veía de la vieja escuela, actuando como el perfecto mayordomo, todo impoluto y sin nada que censurar en su comportamiento.

Con los bultos a cuesta desde el pueblo, llegaron al límite de sus fuerzas al llegar al camino de entrada de la casona. Justo en aquel preciso momento en el que les fallaron las fuerzas, uno de los mozos de cuadra regresaba de trotar con el caballo de conde e Hidalgo le llamó la atención de inmediato. Le ordenó que llevara las compras hasta la puerta de la cocina y que le dijera a las criadas que se ocuparan de ellas.

El mayordomo le insistió al mozo para que le cediera la montura a la muchacha con la excusa de que los pies de una dama como ella no debían de soportar aquel maltrecho camino después de todo lo que había andando hoy. María aunque en su interior deseaba montar en aquel espléndido animal, blanco como el nácar y tan elegante que la dejaba sin respiración al admirarlo, temía que su desconocimiento sobre monta le pudiera ocasionar algún daño al animal.

La joven se acercó a la montura y la acarició con cuidado, justo entre sus ojos, dándole un pequeño masaje. Justo cuando el animal respondió a su gesto agachando la cabeza para que continuara con las carantoñas, el mozo lo azoró para que reanudara la marcha de vuelta a casa.

La chica se quedó allí parada, observando como todos se alejan de ella, sin intención de ir tras ellos. Cerró los ojos y tomó aire profundamente, disfrutando de la libertad de su alrededor. Sólo había caminos de tierra y bosque a su alrededor y todo mecido por una ligera brisa que inspiraba vida. Procrastinó todo lo que pudo, deseando alargar aquel momento todo el tiempo que estuviera en su mano antes de tener que encerrarse entre las cuatro paredes que ahora eran su casa.

Pero lo bueno nunca dura mucho.

Llegó a la puerta justo a tiempo para ver al mayordomo contándole a su tío la pequeña aventura que había vivido en el pueblo. Ambos tenían caras contrariadas mientras hablaban lo que le dejó claro a María que el sirviente le estaba contando su encuentro con Robin.

Suspiró, de cualquier modo se enteraría por los chismes de la gente después del espectáculo que se había formado por su inesperado encuentro en mitad de la calle principal. Intentó no pensar en el chico, y sobre todo, en las palabras que le había dicho y se concentró en volver a su cuarto para continuar con su nueva lectura.

La chica intentó pasar desapercibida para poder esfumarse en los pasillos que daban a sus habitaciones sin tener que hablar con nadie. Deseaba volver a la torre y descansar los pies mientras leía el libro que aguardaba contra su pecho. Parecía que la conversación de los dos hombres era lo suficientemente interesante como para no percatarse de ella, así que se salió con la suya y huyó de inmediato hacia sus aposentos. No tardó más de unos minutos en llegar y cerrar la puerta tras de sí.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora