25. La leona

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Tercera persona

–Eres tú... Tú eres la leona con la que nos encontramos el otro día –susurró María con los ojos desorbitados por lo que acababa de presenciar.

Los ojos de la leona, los que antes habían sido de una desconocida chica, los observaba aterrada.

Esto es tan... extravagante. Por su cara, parece que lo ha hecho sin querer. A lo mejor ha sido el dolor, que ha desencadenado el cambio como... un mecanismo de defensa– pensó Alexander.

La leona gimoteó de nuevo y cerró con fuerza los ojos, cuando el aguijón del dolor la volvió a atravesar sin previo aviso. Eso hizo que las tres personas que estaban en estado de shock respondieran de inmediato. Alexander retomó su tarea, limpiando el centro de la herida con más cuidado que antes. Ahora tenía que tener en cuenta otro factor: el pelaje.

Para su propia sorpresa, estaba siendo más cauto de lo normal, temeroso de provocarle aún más daño. Le resultaba cómico temer por la salud de ella en vez de por sí mismo teniendo en cuenta que podía recibir un zarpazo en cualquier momento. Si la presión de la situación no hubiese apartado aquel pensamiento, quizás se hubiese dado cuenta de lo extraño que era todo aquello.

Cuando terminó de quitar la mayoría de la sangre, lo que observó le hizo aparentar la mandíbula con furia. Sin embargo, antes de continuar necesitaba estar seguro de lo que estaba sucediendo o sus próximos pasos podrían empeorar aún más la situación.

–Anna, necesito que me traigas más paños limpios, los vamos a necesitar. Y... cuéntales a los demás lo que ha pasado antes de que se mueran del susto la próxima vez que entren –le pidió sin siquiera girarse a mirarla–. Aunque no sé cómo se lo van a creer sin verlo –murmuró entre dientes para sí mismo.

Su hermana salió rápidamente de la habitación, siguiendo al pie de la letra las palabras de su hermano. Alexander no podía parar ni un segundo, aunque se muriese de ganas de ver la reacción de los muchachos tras escuchar aquella descabellada historia. Sin embargo, se concentró en la herida que supuraba sangre delante de él.

–María, creo que esto es... una herida de bala.

Comprendió, al mirar a los ojos a su prima, que no era el único horrorizado por aquella revelación. Podría entender, hasta cierto punto, que algún cazador le hubiese disparado en su forma felina, pero después de saber sobre los bandidos, se planteó si no habría sido en su forma humana. Aquel pensamiento lo trastocó, de repente consciente del peligro real al que se enfrentaban: la diferencia entre un bandido y un asesino parecía ser muy pequeña.

Sacudiendo la cabeza para volver a concentrarse por completo en su tarea, continuó limpiando la nueva sangre que emanaba sin control.

–No veo orificio de salida, pero no sé si se la ha sacado ella misma y no puedo escarbar en la herida a tientas, podría empeorarlo todo. Además, necesito pinzas y aguja e hilo para coserlo, sino no se cerrará nunca.

–Dios mío, pobrecita... –se compadeció con tristeza antes de volver a concentrarse en su primo– No creo que aquí haya nada que podamos usar, Alex, esto está todo hecho u oxidado o hecho un desastre.

–Maldita sea, esto pinta muy mal –el chico se devanaba los sesos mientras apretaba la herida para evitar que la sangre continuara escapándose–. A ver, paso a paso –le rozó la parte superior del hocico, intentando atraer la atención de la chica, que entraba y salía de la inconsciencia a ratos. Parece que funcionó, ya que enfocó sus ojos en él–. Ey, gatita, dime que me entiendes, por favor, necesito hacerte unas preguntas para poder curarte como es debido.

La leona se miró la herida, como si supiera que se estaba refiriendo a eso.

–Tomaré ese gesto como que estás entendiendo lo que estoy diciendo pero creo que no puede hablar, ¿es así? –le preguntó María.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora