11. El pajarito es más astuto que el zorro

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Tercera persona

El chico se quedó en silencio, observando con detenimiento los ojos color café que lo excrutaban. La chica estaba acomodada sobre un viejo sillón, estropeado y algo deshilachado, que aguardaba en la esquina más oculta de la tienda. Sin embargo, aquel rincón no tenía nada de oscuro, la luz entraba con ansias por la ventana de su lado, concediendo a sus sombras una bella claridad.

La pelirroja sostenía con cuidado en su regazo un libro abierto. El volumen era pequeño, con una encuadernación burdeos que se apreciaba a simple vista lo ajada que estaba.

Sin decir nada más, colocó la delgada cinta de tela que sobresalía entre las páginas para marcar la página por la que iba y lo cerró. Robin se fijó en la cubierta.

Brujas de Dave... ¿Qué diablos hace leyendo algo así?

–No deberías leer algo así en público, te pueden tachar de bruja –le dije cruzándome de brazos y apoyándome sobre el marco de la ventana.

–Tampoco sería la primera vez.

Robin alzó una ceja. La chica se rió de su propia broma aunque él no le veía la gracia. Continuó observándola, sin saber bien qué decir y la chica simplemente guardaba silencio, esperando que fuera él el que hablase.

Suspiró.

–¿Cómo lo has sabido?

–¿El qué? ¿Que me estabais persiguiendo o que te ibas a colar aquí a espiarme?

Mierda, nos ha visto fuera ¿pero cómo?

La chica lo miraba expectante, esperando a que contestara.

–Ambos.

–Vamos, te creía algo más inteligente, chaval –se rió bajo, con suficiencia–. He de confesar que lo de los tejados ha sido muy buena idea, pero tenéis que tener más cuidado, cualquiera con dos ojos puede alzar la vista hacia el cielo.

Robin torció el gesto, en ningún momento había mirado hacía arriba. Recompuso en su mente el camino que habían hecho, todos los pasos que había dado y los gestos que había hecho, buscando cualquier indicativo de que los hubiese visto. Aún devanándose la cabeza, no fue capaz de comprenderlo hasta que recordó lo único que no había encajado con ella.

El caldero. El maldito caldero. Por eso se quedó tanto tiempo mirando las malditas patatas. El latón refleja, nos ha visto a través de la maldita tapa de las patatas. Y yo pensando que simplemente era estúpida. Estúpido yo.

–En cuanto a cómo sabía que vendrías... Tampoco ha sido muy difícil de averiguar. Me estabais espiando, escondidos para que no os viesen, estaba claro que me seguirías hasta aquí, lejos de oídos indiscretos.

–No eres tan estúpida como pensaba –fue lo único que le contestó el chico.

–Gracias, supongo –resopló–. Ahora dime ¿por qué tanto empeño en perseguirme? ¿Soy tan interesante para tí? –le dijo exagerando un tono coqueto.

Robin resopló con sorna, como si aquella fuera la idea más presuntuosa que hubiese oído nunca.

–Relaja esa arrogancia, no eres más que otro insignificante pajarito del bosque.

–Oh, qué pena, pensé que me tendrías en más alta consideración... Robin.

Al susodicho se le heló la sangre. Apretó la mandíbula e intentó calmarse, aunque sin mucho efecto. Mil preguntas le asaltaron mientras que otras mil ideas surgían en su mente, todas mientras maquinaba cómo ocultarle información para que la chica dejara de descubrir detalles cada vez más importantes.

–No ha sido muy difícil, la verdad. Después de la escenita en la calle, todo el pueblo se ha puesto a hablar de nosotros. No he escuchado toda la historia, pero si tu nombre y algo sobre una rivalidad absurda entre nuestras familias –dijo intentando imitar un tono lúgubre.

La chica no continuó. Aguardó con paciencia a que su contrario hablara, pero no lo hizo. Lo observó algo desilusionada.

–Al menos, me hizo entender un poco más el porqué parece que me odias desde incluso antes de saber mi nombre.

–Tienes razón, señorita De la Vega, te odio. Tu tío y mi padre se odian. Nuestras familias se odian. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Así que sí, por eso quiero que te mantengas alejada de mí, de mi familia, de mi pueblo y de mi bosque, no quiero tener que verte más ni tener que lidiar con las posibles consecuencias de estar ambos en la misma habitación. Así que vuelve a tu mansión y no salgas de allí.

La chica enarcó una ceja, con un semblante insatisfecho.

–¡Já! Me parece genial el tema de evitarnos por completo, pero estás muy equivocado si crees que me voy a quedar encerrada en casa como un ratón asustado. Pienso ir a donde me plazca y hacer lo que me de la real gana, ni tú ni nadie tiene derecho a prohibírmelo.

Robin se estaba impacientando. Era como discutir con una piedra, nunca escuchaba y mucho menos hacía caso. Se frotó el rostro para evitar perder los estribos y enrolló de nuevo el pañuelo hasta reporsarlo sobre su nariz, descubriendo su boca.

–Escúchame con atención, maldita niñata. No te puedes hacer ni una pequeña idea de todo lo que hay en juego. Si le das la mínima oportunidad a mi padre, te mata. Así de claro. Así que no seas tan estúpida como para ponérselo en bandeja, porque te aseguro que aprovechará la oportunidad sin pestañear.

La chica se quedó en silencio, sopesando las palabras que acababa de escuchar. Robin veía en sus ojos los diferentes pensamientos pasar uno detrás de otro, sin parar, imaginándose todos los escenarios posibles.

María soltó un profundo suspiro.

–No tienes porqué preocuparte, sé cuidarme sola.

–No te confundas, no es tu seguridad lo que me inquieta, son las consecuencias y a quienes les afectarán lo que me preocupa.

–Igualmente, no tienes que preocuparte de ello. No diré nada sobre ti y aunque nos encontremos, seremos dos completos extraños que se ignoran. Fin del asunto.

La chica se incorporó. Sujetó con cuidado el libro con su brazo y recogió su girasol con la otra mano.

–¿Sabes? Esto sería mucho más fácil si supiera el porqué de tanto odio.

–Esa es una historia... que no pienso contarte.

–Lo suponía –la chica pasó por su lado, rozando las largas puntas de su melena contra el brazo de él–. Es una lástima. Este valle es demasiado hermoso para algo tan oscuro como el odio –dijo con tristeza–. Hasta luego Robin.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora