14. El claro de rocas

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Tercera persona

María bostezó, sin molestarse en disimular un poco o en taparse la boca con el dorso de la palma como debería de hacer según los modales que su tío estaba tan encabezonado en inculcarle. En aquel momento le daban igual sus ademanes ya que estaba sola en el patio, sentada en el mismo banco de hierro macizo de siempre.

Desde el enfrentamiento con su tío, hacía ya casi una semana, aquello se había vuelto su rutina diaria. Cogía algo de desayunar de la cocina y se escapaba a comer rodeada de las flores del jardín. Era un intento de evitar a su tío durante aquellas horas, ya que desde que había llegado a aquel lugar el hombre había cogido por costumbre tomar la primera comida del día con ella. Al menos así había sido hasta su enfrentamiento hacía ya días.

Ahora la chica no se veía con suficientes ganas ni fuerzas para tratar con él. Suficiente tenía ya con estar siempre tensa y preocupada por no saber cómo comportarse ante él como para sumarle ahora la incomodidad por el enfrentamiento que habían tenido.

Abstraída como estaba, observando una abeja revoloteando alrededor de un tulipán rojo, se quitó bruscamente las botas, empujando con fuerza una contra la otra. Dobló las piernas y escondió debajo de estas los pies, sentándose sobre ellas. Acomodó el libro que llevaba en su regazo y mientras buscaba la página por la que se había quedado anoche, le dió un bocado a la tostada con mantequilla que había conseguido birlar de la cocina.

Aquel tomo antiguo, que parecía que tenía algunas décadas de haber estado escondido entre estanterías, trataba sobre las brujas de Villa Deva. La historia que contaba se remontaba a siglos atrás, desde que se instalaron los primeros misioneros en aquellas tierras vírgenes. Aquel dispar grupo, de una marcada y profunda religiosidad, había llegado a aquel rincón recién descubierto llevando consigo únicamente su fe y sus sueños de una nueva vida. Pero entre aquellos extranjeros también había mujeres y hombres sin religión, que habían decidido huir lo más lejos que pudieran de sus hogares, cada uno con sus propios motivos.

Entre ellos se encontraba la protagonista de la novela, huyendo de un hogar en el cual su padre lo único que hacía era abusar de ella y lo mejor que le podía pasar en el día era poder llevarse un trozo de pan a la boca. Aunque no compartiera la fe de sus compañeros de viaje, había decidido mentir con la única intención de conseguir huir de aquel infierno en el que estaba viviendo. Por suerte, lo consiguió y cuando acabó en aquellas hermosas tierras, rodeada de naturaleza, vida y sol, había encontrado su verdadera vocación en el bosque, adorando sus árboles y sus ríos.

Lo había convertido en su verdadera pasión. Vivía en él, lo estudiaba, lo recorría y lo memorizaba, absorbiendo cada detalle que encontraba y cada pequeña curiosidad que la asaltaba. Observaba a los pájaros que sobrevolaban su cabeza admirando sus colores; contaba los peces en el río divirtiéndose cuando veía a los más pequeños intentar nadar juntos a los más grandes; recolectaba flores y plantas investigando los efectos de cada una de ellas y haciendo cientos de variedades distintas de té.

No tardó mucho en hacerse notar, y como cualquier mujer que mostrase cualquier ápice de conocimiento hasta entonces desconocido por los hombres, no tardaron mucho en tacharla de bruja.

Le dieron caza, sin darle opción alguna a defenderse. Corrieron tras ella con todo aquello que pudieran utilizar como arma.

Lo único que la chica pudo hacer fue huir, así que lo intentó. Corrió hacia el único lugar donde podía esconderse del mundo, el único lugar donde se sentía a salvo.

Perseguida por la luz de las antorchas y los gritos y abucheos de los pueblerinos que la perseguían sin descanso, se adentró en el bosque sin mirar atrás, avanzando tan rápido como sus cansados pies y su entrecortada respiración le permitían.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora