3. Tormento

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Narra Max

Agaché la mirada al camino de arena que había a mis pies, y luego eché la cabeza hacia atrás para sentir el sol en la cara. Apoyé las manos en el tronco tumbado sobre el que me encontraba sentado.

Sentí como los pensamientos empezaban a invadir mi cabeza, a abarrotar mi mente, desbordándola por completo. Miles de ideas, recuerdos y temores me invadieron, en el mismo instante en el que mi mirada se perdió en el susurro de una hoja cercana.

Siempre me pasaba lo mismo: en el momento en el que mi mente divagaba perdida, mi mirada lo hacía por igual. No importaba que tuviese delante, mis ojos siempre se iban a enfocar en lo más lejano. Tardé en comprender que lo hacía para no ser capaz de llorar, para que mis ojos se secasen y no derramaran ni una lágrima más.

Pero que no se pudiese apreciar  la humedad de mis pupilas, no significaba que mi mente no estuviera turbada. La vorágine que se formaba en mi interior cada vez que me perdía me devastaba por completo. Cada maldita vez, se llevaba una parte de mi. Volvía a abrir viejas heridas que creía cerradas, luchas que creía vencidas pero que volvían para pegarme duro y volver a tumbarme. 

Hasta el suelo.

Y yo me rendía, me dejaba machacar hasta que sentía la humedad venciendo a la sequedad de mis ojos. Me dejaba atormentar porque me hacía sentir vivo. Y puede que me dé por vencido en momentos como este, pero nunca dejaré de luchar.

La vida me debe mucho más que esto.

Cálmate de una vez, Max. Puedes con esto, siempre puedes.

Respiré hondo, y sonreí para mi mismo. Este rincón perdido en mitad del bosque, este... era el único sitio en el que de verdad llegaba a sentirme en paz, en calma. Con los ojos cerrados, dejé que mis pensamientos se marchasen con la brisa que venía de los árboles que me envolvían.

Continué con mis ojos cerrados, absorbiendo toda la energía que el sol me daba con su calor, como un animal de sangre fría. Sentí como la madera se calentaba bajo mi tacto y disfruté la sensación de la naturaleza de mi alrededor.

No salí de mi trance hasta que sentí una presencia andando entre los árboles que se encontraban detrás mía. No me moví, no reaccioné ni me asusté, sólo había cuatro personas en el mundo podrían haberme encontrado aquí, y a las cuatro las quería con todo mi corazón.

Cuando sentí que dejó de andar y se quedó sin decir nada, esperando que fuese yo el que hablase, supe que era León. Sonreí de nuevo para mi mismo, y me giré para mirarlo.

Se encontraba apoyado en el pino más cercano, mientras se resguardaba en las sombras del resto de los árboles del entorno. Estaba con los brazos cruzados sobre su pecho, observándome fijamente.

–Hola –le dije mirándole a los ojos del mismo modo que él lo estaba haciendo conmigo.

–Hola –me contestó calmadamente.

Esa era la palabra que definía a León perfectamente: calma. No porque fuera una persona lenta o torpe, sino porque era lo que me transmitía. Estar con él me daba paz, me tranquilizaba por completo, como un anestésico para el dolor.

Se quedó callado, esperándome, como siempre. Me levanté del tronco y me acerqué a la linde del claro donde se encontraba.

–¿Qué haces aquí? –Le pregunté intrigado, sin saber el motivo por el que había hecho todo el camino desde el pueblo hasta mi lugar feliz.

–Robin mandó a un sirviente desde el castillo para que vayamos en cuanto podamos, dice que es una urgencia.

Me extrañó tantísimo que tuvo que notarse en mi cara, porque hasta León se encogió de hombros. Era muy raro que Robin dijese que algo era una urgencia, ya que era el primero que le quitaba toda la importancia a las cosas que la tenían.

–Vamos a aligerarnos entonces –le dije mientras me dirigía al pequeño camino de arena oculto entre los árboles.

Antes de dar dos pasos entre las raíces que se extendían en el sendero, me tropecé con una piedra que se desprendió de su lugar al pisarla. Intenté agarrarme a cualquier cosa que hubiese a mi alrededor, fallando torpemente en el intento.

Me preparé para recibir el golpe contra las piedras del camino, pero lo que sentí fue un brazo que me aferró por detrás, sujetándome la cintura con fuerza. Me giré un poco avergonzado por lo torpe que había sido, riéndome de mis propios pies.

–Gracias –le dije a León riéndome algo avergonzado.

Ni siquiera me contestó, simplemente me sujetó con fuerza y me dejó sobre mis pies, justo en el comienzo del sendero. Pensé que me pasaría y tomaría la delantera, pero se quedó detrás mía, vigilando muy de cerca mis pies y mis movimientos.

Cuando salimos del camino, justo delante de la Iglesia del pueblo, pasó a mi lado y me adelantó, saltando la valla de leños.

–Acompáñame, tengo que ir a ver a mi madre primero– me dijo, ofreciéndome su mano para saltar por encima de la cerca.

Me quedé mirando su mano, dándome cuenta en ese momento de lo admirable que era mi amigo. Así era él, protegía a todos aunque fuese un esfuerzo que nadie notaría.

Sonreí un poco, y tomé su mano, dejando que tirara de mí con fuerza.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora