8. Furia

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Nadie dijo ni una palabra. Robin miraba con gesto de desprecio la estela que se desvanecía de la figura femenina mientras los demás lo observábamos a él. Lucas, aun estando sorprendido por la actitud, sonreía ante la astucia de la chica y su gemelo lo acompañaba con el ceño fruncido, más preocupado que sorprendido.

Dentro de lo que cabe, no había ido mal del todo. Después de todo, aquello era un choque de titanes: De la Vega contra Aguilar, enemigos jurados.

–Hay que reconocer, que aunque sea una De la Vega, tiene valor –señaló Lucas mientras contenía una risa mal disimulada.

–¿Valor? La línea que separa la valentía de la estupidez es muy delgada, hermano –masculló su hermano aún con una mueca de exasperación.

–Es una necia –las palabras de Robin centellean con puro odio.

Ninguno continuó la conversación, hasta que se giró y nos miró por primera vez desde que había aparecido la chica.

–¿Crees en ella? ¿De verdad crees que va a cumplir con su palabra? –Robin me miró directamente, sopesando mis palabras–. Es una De la Vega –no necesitaba ninguna justificación más para dudar de ella.

–No lo sé, y no tengo modo de comprobarlo. Así que lo único que nos queda es esperar a ver si se va de la lengua.

–Genial –dijo irónicamente León, mientras se masajeaba la frente en un vano intento de relajar su ceño.

–Al menos, Max puede pedirle al padre Alejandro que rece por nosotros. Si esto se sabe, nos hará falta ayuda divina –dijo el menor de los gemelos.

Lo dijo como broma, pero ni siquiera él era capaz de reírse de su propia broma. Intentaba aligerar el ambiente pero nada podía conseguirlo. Todos sabíamos lo que nos estábamos jugando con esto. Si el padre de Robin se enterase... No solo Robin tendría problemas, el pueblo y el valle entero se vería en medio de la revuelta entre el conde y el marqués. La situación llevaba años de manera casi insostenible, cualquier gota podría colmar el vaso. Y todo aquello no era una gotita, era un cubo entero.

Sin mediar palabra, partimos rumbo al pueblo. Pasamos por el claro de rocas tan conocido por todos nosotros y poco tiempo después de deambular por el bosque, salimos del resguardo de los árboles para bañarnos con la luz del sol.

El pueblo había despertado hacía poco, las primeras tiendas colocaban las mercancías del día en sus expositores. El olor a pan recién hecho, a fruta fresca y a tela limpia impregnaba el ambiente concediéndole un encanto un tanto mágico.

La gente va de un lado a otro, dando los buenos días mientras cumplen con sus rutinas habituales. El mozo del panadero lleva puerta por puerta piezas de pan aún humeantes, el pescadero limpia el género para los primeros clientes y el carnicero filetea diferentes trozos de carne con una habilidad magistral.

Todo está como siempre, o eso parece.

Parecía un día como cualquier otro en aquel pequeño valle, excepto por pequeñas cosas que no llaman la atención si no estás buscando algo fuera de lo normal. Los clientes se tardaban más en ser atendidos, entretenidos por los cuchicheos de su alrededor. Todos sabían que había pasado, o al menos una parte, y estaban deseosos de conocer los hechos con todo sumo de detalles.

Y así se sucedieron los siguientes días: todo el pueblo dentro de sus quehaceres habituales, sin salirse de sus rutinas, pero perdiendo el tiempo entre susurros de palabras de habladurías y rumores infundados, porque la verdad es que nadie conocía más sobre lo que pasó aquella noche.

Aún así, no se relajaron, tenían que estar completamente seguros de que nada salía a la luz. Llegaron al punto de volver a espiar la mansión desde los bosques, nerviosos por escuchar lo que se decían entre aquellas cuatro paredes. Pero incluso después de volver a interrogar disimuladamente a Marta, la chica que cocinaba allí, no descubrieron nada importante.

Después de que pasaran unos días sin noticias de la casona, respiraron tranquilos al darse cuenta de que la chica había cumplido su palabra: no había contado nada de Robin, ni siquiera había dicho una sola palabra de aquel hombre que la ayudó a escapar. Queda decir que fue una sorpresa para todos ellos, ninguno confió en la palabra de ella. Al fin y al cabo, era una De la Vega.

Por fin se calmó toda la situación o eso parecía ya que incluso en el pueblo se dejó de hablar de aquella chica pelirroja. Incluso los cuatro chicos volvieron a sus escapadas habituales al bosque, disfrutando de aquel lugar que consideraban suyo.

Pero la calma nunca puede durar, y eso es exactamente lo que pasó aquella tarde: una tormenta apareció en el frente. O al menos eso parecían aquellos cabellos rojos contra el viento cuando se presentaron por primera vez en el pueblo. Sonriendo y paseando por las calles ante los susurros de los vecinos que la observaban curiosos, escudriñándola.

Todos la estudiaban con interés, todos excepto Robin, que tropezó con ella de frente. El silencio se hizo en el pueblo. La mirada de él mostraba furia y desagrado, la de ella, curiosidad.

Nadie fue capaz de reaccionar a tiempo antes de que se dijeran las primeras palabras. Palabras que podrían ser la sentencia para todos ellos.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora