Narra Alexander
Desperté por el agudo dolor que me recorría la espalda. Notaba como todos mis músculos se encogían, agarrotados por las largas horas que habían estado aprisionados contra las maderas del cabecero. Había estado dormitando toda la noche, por lo que al amanecer, ni siquiera tuve fuerzas suficientes para abrir los ojos. El peso del sueño luchaba por mantenerlos a oscuras, sin embargo, el recuerdo del día anterior y la comprensión de dónde me encontraba ahora, me trajeron de vuelta a la realidad en un instante.
Lo primero que hice fue comprobar la habitación, preocupado por si alguien nos había encontrado mientras estaba sumido en el sueño. Estábamos solos. Cuando comprobé que no había peligro, me permití relajarme un poco y busqué el ahora cálido cuerpo que se acurrucaba en mi regazo.
Esperaba ver un pelaje pajizo, un hocico húmedo y unos dientes sobresalientes pero lo único que pude ver fueron dos enormes ojos, tan brillantes y tan dorados como el mismísimo sol. No esperaba encontrarla despierta y mucho menos en su forma humana, pero allí estaba aquel rostro moreno -aunque ahora algo ceniciento- observándome con detenimiento.
Me observaba como si estuviera intentando descifrar un acertijo que escapaba a su comprensión. Y por un instante, estuve dispuesto a darle todo el tiempo del mundo si eso conseguía que me descifrase. No hablé. No pude articular palabra bajo aquel escrutinio tan exhaustivo.
Pero por desgracia, no teníamos tiempo que perder.
–¿Cómo te encuentras?
Sabía que no obtendría respuesta, pero con estudiar el estado en el que se encontraba ahora, sabía que estaba muchísimo mejor que ayer. Ya no temblaba, ni tenía la tez blanquecina propia de un enfermo, había recuperado algo de color y por su mirada, parecía bastante espabilada.
La chica solo parpadeó y pude ver en ese instante como detenida su minucioso análisis para darme una mirada plana. No supe leer que querían decir sus ojos y tampoco sabía si ella quería que lo averiguase, así que lo dejé pasar. Había cosas más importantes que hacer ahora.
–Necesito que me dejes salir de la cama – me sentí incómodo al decir una frase así, el doble sentido que podían tener mis palabras me hacía sentir un poco violento–. Tengo que ver cómo está tu herida.
La chica intentó levantar la cabeza, incluso usó sus acalambrados brazos para incorporarse unos centímetros y permitirme salir del peso de su cuerpo. Me deslicé como una serpiente fuera de la cama y me dejé caer de rodillas en el suelo. Aproveché el momento para estirar mis miembros y darle un poco de circulación a mi cuerpo. Lo necesitaba después de la noche que había pasado.
De repente noté como un dedo, caliente al tacto, rozaba la piel de mi cuello. Me sobresalté al sentir la caricia en mi piel maltratada, justo sobre una de las cicatrices que asomaba por encima del cuello de mi vestimenta.
Me giré de inmediato, sorprendido por el tacto. Los largos dedos de la chica se separaron de mi cuerpo, quedando suspendidos frente a mi rostro.
La miré a los ojos, confundido.
Podía contar con los dedos de una mano –bueno, de dos, después del día de ayer– las personas que habían visto mis cicatrices. Todas ellas las habían evitado, habían apartado los ojos como si la simple visión de ellas les provocara repulsión o lástima.
Sin embargo, aquella extraña y herida muchacha me había concedido un gesto tierno, una caricia. Algo tan ajeno a aquella brutalidad que el contraste ante ambas me había dejado sin aliento.
Además, en sus ojos no había juicio alguno por aquellas horribles marcas, simplemente pude ver comprensión y curiosidad.
Su mano, aún inmóvil a escasos centímetros de mi rostro, volvió a acercarse a mi piel. Las yemas de sus dedos tantearon con cuidado la delgada línea irregular y fruncida que recorría mi cuello, desde detrás de mi oreja hasta el hueso superior de mi columna. La recorrió, comprobando la silueta de aquella herida hacía ya tiempo curada.
No supe como reaccionar ante aquel roce, por lo que mi cuerpo solo se mantuvo muy quieto, esperando a ver como actúa aquella chica para decidir qué hacer a continuación.
Cuando sus dedos encontraron el final de mi rojiza marca, recuperó lentamente su mano y apartándose la sábana, me mostró sin reservas su cuerpo. Estaba acostada de espaldas, por lo que pude ver todo su dorso: los huesos que se marcaban contra su piel, la constelación de lunares repartidos sin orden ni conciencia, la estropeada venda que cruzaba su cuerpo... pero lo que más me llamó la atención no fue ni la desnudez de la chica, ni lo cautivadora que era para mis ojos, sino las pequeñas cicatrices que sobresalían entre las pecas de su espalda.
Todas se veían curadas, algunas con una tonalidad rosa pálido propia de una herida de antaño, algunas pequeñas y superficiales y otras más gruesas y profundas, algunas mal sanadas y otras casi imperceptibles. Me quedé impactado ante las diferencias en su piel, su tono moreno en comparación con el rosa de las heridas las hacía resaltar aún más que las mías en mi propio cuerpo.
Sin estar totalmente seguro de qué quería decirme con aquella demostración, decidí imitarla. Hice exactamente lo mismo que ella y delineé mi mano sobre una cicatriz que le cruzaba uno de los omoplatos. Sentí su cuerpo temblar bajo mis dedos.
–Tú y yo somos iguales –escuché decir a una voz suave y ronca. No fue hasta que retiré mi mano de su espalda, que comprendí que había sido la chica.
No necesitaba que le contestara, no era una pregunta, me lo estaba afirmando. La observé en silencio, sorprendido de cómo aquella extraña cambiaformas no mostraba ningún indicio de incomodidad frente a mi, un completo desconocido que la tocaba sin siquiera pedirle permiso.
Me sentí mortificado, tanto por sus heridas como por las mías. Si mi historia había culminado con aquellas horribles heridas, no quería imaginarme cuál sería la suya. Pero ahora no era momento para pensar en ello, ni para perderse en la piel de aquella extraña, debía concentrarme en lo más importante.
–Eso parece –le contesté aunque hubieran pasado ya varios minutos desde que me habló. Ella no contestó, y simplemente siguió observándome con curiosidad. Le subí la manta para evitar que mis ojos siguieran desviándose hacia sus lunares y desvelé únicamente la herida vendada–. Ahora, necesito curarte de nuevo para prepararlo para sacarte la bala, ¿vale?
Parecía que la chica volvía a su estado de mudez, ya que la única respuesta que recibí fue un corto asentimiento de cabeza.
Rompí la tela con facilidad y despejé con cuidado la herida aún abierta. Se le escapó un gemido de dolor cuando toqué por primera vez la maltratada piel. Me quedé sorprendido por lo bien que estaba la herida: no tenía muestras de infección, apenas había restos de sangre por lo que la hemorragia se había detenido y la piel comenzaba a cicatrizar por los bordes. No es que hubiese visto muchas heridas de bala antes, pero los casos que había conocido con anterioridad sabía que habían tardado meses en curarse por completo y sin embargo aquella chica se estaba recuperando a una velocidad vertiginosa.
–Esto es increíble, la herida está comenzando a cerrarse. Te estás curando a una rapidez excepcional –no dijo nada, pero tampoco me hizo falta para que mis neuronas uniesen dos más dos: aquello tenía algo que ver con que fuera una cambiaformas.
–Cuando el resto llegue, si traen lo necesario, intentaré sacarte la bala. No podemos esperar más o la herida comenzará a cerrarse y será peor. Así que necesito que me contestes algo antes de que lleguen los demás. Cuando intente sacar la bala... ¿te vas a transformar como la última vez? Porque sé poco sobre el cuerpo humano, pero sobre la anatomía de los leones no sé absolutamente nada.
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Enredadera negra y roja
FantasyUn valle encantado. Dos familias enfrentadas durante generaciones. Un amor condenado al odio y un odio destinado al amor. Dos herederos enlazados por la magia. ¿Qué podría salir mal? Verse con Robin, el hijo del mayor enemigo de tu familia, no es b...