42. Plan a la perfección

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Tercera persona

La mansión De la Vega se apreciaba en calma, imperturbable en todo su esplendor. En la naturaleza propia del bosque mediterráneo que la rodeaba, parecía destacar como un elemento postizo del paisaje. Era una pieza que el ser humano había colocado en mitad de la madre naturaleza. Sin embargo, parecía encajar a la perfección con su entorno: los pájaros la sobrevolaban mientras evitaban con gran pericia la torre central, algunos más atrevidos incluso la recorrían volando en espiral hasta su cúspide para lanzarse en picado hacia los árboles más cercanos; la brisa silvestre se ralentizaba contra la espesa linde para, en vez de azotar sus muros, acariciarlos con parsimonia; hasta las flores y los arbustos del jardín, tan exuberantes en sus llamativas gamas de colores se ajustaban impecablemente entre los tonos verdosos del entorno.

Del mismo modo que aquel hogar conectaba con el lugar en el que estaba asentado, María se amoldaba al magnífico sofá de madera de caoba en el que se encontraba. De manera furtiva, semiescondida entre las cortinas, espiaba a través de la ventana del salón. Su prima Anna se asomaba del mismo modo, imitándola, también queriendo cuchichear.

–¿Estás segura de que partirá hoy? –le preguntó con curiosidad.

–Nunca se salta el desayuno con nosotros y hoy lo ha tomado solo y muy temprano en la mañana, según las cocineras. Estoy segura de que se está preparando para salir a algún lado, las pocas veces que ha abandonado la mansión ha actuado así –o eso se decía María a sí misma para convencerse de que esta iba a ser su oportunidad.

Después de las deliberaciones con sus amigos sobre sus próximos pasos, la muchacha había ideado un plan para conseguir de nuevo el libro de su padre. Por desgracia, era consciente de que su plan dependía de demasiados factores externos y que si fallaba cualquiera de ellos, podría estropearlo todo. Por eso estaba tan tensa, nunca había tenido tolerancia hacia la incertidumbre.

–¡Ahí está! –le dijo a su prima señalando con el dedo hacia el lateral del cristal.

A unos metros de distancia, justo en la entrada principal del edificio, se acercaba un mozo de cuadra con tres caballos ensillados y listos para montar. El conde salió a su encuentro, seguido de cerca por un sirviente y un guardia. Los tres hombres se alzaron sobre sus monturas hasta que se colocaron con agilidad sobre los animales y con unas últimas palabras incomprensibles hacia el mayordomo, partieron.

–¡Al fin! Ahora toca lo difícil –le susurró metiéndose totalmente en el papel que tendría que interpretar.

Se apresuró a alcanzar la puerta de la sala, y abriéndola apenas unos centímetros, se asomó a escondidas. Anna la imitaba en todo momento, acuclillándose a su lado para poder ver por debajo de ella.

–¿Crees que conseguirás engañarlo?

–Ahora mismo lo sabremos –dijo empujando a su prima dentro de la sala mientras salía con prisas hacia el gran recibidor.

Se arregló el cabello, que ese día se había molestado en cuidárselo un poco y se lo había colocado en un semirecogido. Se atusó el vestido, en un vano intento de tranquilizar sus nervios para que no se notaran. Se apresuró en alcanzar al mayordomo, que se dirigía hacia el interior de la morada sin percatarse de la presencia de la pelirroja.

–¡Hidalgo! –lo llamó alzando la voz apenas unos tonos. Girándose en busca de la voz que lo había llamado, el hombre mayor se sorprendió al encontrarse con ella– Buenos días, Hidalgo. ¿Sabes dónde está mi tío? Llevo un rato buscándolo pero no consigo dar con él.

–Buenos días, señorita. Discúlpeme, pensé que había salido de nuevo sino habría pedido que le sirvieran el té en el salón –dijo angustiado mientras le hacía una reverencia. La chica le sonrió para quitarle importancia al asunto–. En cuanto a su tío, acaba de salir.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora