10. Esquivando miradas

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Tercera persona

Cuatro pares de pies recorrían al mismo ritmo un camino muy conocido para todos ellos, apoyándose en los mismos bordes e impulsándose con la misma fuerza que cientos de veces antes.

La parte trasera de la panadería del pueblo era, desde hacía años, su escalera favorita para subir a los tejados del pueblo. Al ser el edificio más alto de todo el pueblo, se podía acceder fácilmente al resto de los tejados de su alrededor. Gracias al cielo que el señor Ramos y su mujer habían tenido trillizos en el último embarazo de ésta y habían tenido que construir un piso más para poder acomodar a toda la familia entre aquellas cuatro paredes.

Cuando llegaron a la cumbre del tejado, estaban a suficiente altura para que nadie de la calle fuese capaz de verlos a simple vista. Aún así, cualquiera que alzase la vista podría atisbar con claridad su presencia, así que con mucho cuidado de no hacer ruido, evitaron aquellas tejas que parecían a punto de desprenderse de su lugar.

Observaron al gentío mientras avanzaban, con cierta torpeza, saltando de tejado en tejado. Era una tarea simple ya que la distancia que los separaban no era mucho más de un metro. Por suerte, no había tampoco mucha diferencia de alturas entre los edificios y las caídas eran de un piso más o menos, dependiendo de lo bien construida que estuviera la casa contigua.

Siguieron los murmullos de la gente, sabiendo sin la necesidad de escucharlos que los nombres de su familia y la de María se mencionaban juntos en la misma frase. Estaban en boca de todo el pueblo.

No tuvieron que avanzar mucho más antes de atisbar entre el gentío la melena pelirroja tan característica de la chica a la que perseguían. Aquel color llamaría la atención en cualquier lugar, con los cabellos sueltos revoloteando con la brisa parecían que tenían vida, deslizándose con suavidad contra la espalda y el cuello de la muchacha-

Parecía fuego bailando entre el viento y su cuerpo.

La chica se había detenido en un puesto de frutas y verduras y observaba al detalle las hortalizas frescas. Estaba esperando su turno, detrás de dos señoras que hablaban a risotadas mientras le decían al dependiente qué productos querían.

Robin agudizó la vista desde aquel tejado estropeado. La chica se inclinaba ensimismada sobre un gran caldero de cobre pulido, observando unas patatas como si fuesen la comida más interesante del mundo. Entre todas las verduras y hortalizas de colores brillantes y tamaños llamativos, se centraba en el único tubérculo feo de todo el puesto. Robin divagó y dudó sobre el sentido del gusto de aquella extraña chica.

Con un gesto de desagrado, alejó aquel pensamiento de su cabeza. Tenía que concentrarse en lo que decía, no en lo que hacía.

María se giró hacia su sirviente, y mientras señalaba las verduras frescas, ambos discutían sobre lo que iban a comprar. Después de las frutas y las verduras, siguieron caminando de puesto en puesto: primero la carnicería, aunque la chica salió despavorida cuando el carnicero comenzó a despedazar una gallina; luego hablaron con el panadero para que les diera una buena hogaza de pan recién horneado; luego en la floristería la chica se quedó embelesada mirando los girasoles hasta que la señora mayor que atendía se apiadó de ella y le regaló uno; la chica sonrió e incluso abrazó a la mujer, dejándola sorprendida pero complacida por el gesto de gratitud; justo en el puesto contiguo, el canoso mayordomo comenzó a hablar con el pescadero, pero antes de ser capaz ni de hacer la primera comanda, la chica lo agarró del brazo y tiró de él hacia un edificio cercano.

La fachada era hermosa, con ribetes de enredaderas sobresaliendo por los muros, haciendo un intrincado -pero sin orden- cuadro de flores y ramas. El color ocre de la madera sobresalía sobre el resto de edificios, que se veían toscos con sus muros de piedra y sus cimientos robustos. Los cristales se veían algo polvorientos, como si tuvieran temor de abrir las ventanas. Exudaba encanto y fantasía, como si entre aquellas paredes se conjurasen sortilegios.

La librería.

La chica fantaseó durante unos segundos, observando la puerta con una sonrisa extasiada, deseosa de entrar y perderse dentro. El mayordomo la instaba a volver a la plaza, mientras que ella se imponía sin moverse del sitio donde había clavado los pies.

Tras un cruce de palabras y una rápida sacudida de la chica, el sirviente se dio por vencido, lo soltó del brazo y con prisas, atravesó la puerta de la librería. Incluso desde el otro lado de la plaza donde se encontraban escucharon el tintineo de la puerta al entrar.

El sirviente observó unos instantes la puerta, esperando a que regresara y al cabo de unos segundos cambió de idea y volvió a la pescadería. Quedó esperando a que lo atendieran detrás de otras dos personas mientras miraba cada poco tiempo a la puerta contigua, esperando ver a su señorita aparecer.

–Quedaos aquí y vigilar al mayordomo. Ahora vuelvo –avisó Robin mientras se deslizaba su pañuelo sobre su nariz, cubriendo la mayor parte de su rostro.

–¿Dónde diablos vas ahora?

–Voy a ver qué hace ahí dentro, León. Si no la vemos no podemos saber que dice o deja de decir.

Los tres amigos se quedaron en silencio, dubitativos sobre que deberían de hacer, sin estar convencidos de que aquello fuera una buena idea.

–Escuchadme, solo voy a bajar a mirar ¿vale? No voy a hacer nada más. Si véis que el viejo vuelve a la librería a buscarla, avisadme y saldré pitando –la cara de preocupación de Max me dejó bien claro que no estaba de acuerdo con aquello–. No me verá nadie, lo prometo.

–Maldita sea Robin, te vas a meter en un buen problema –suspiró León, resignado– ¿Cómo se supone que te vamos a avisar?

–Eso es lo que tenéis que pensar ustedes, no lo voy a planear yo todo, ¿no?– bromeé mientras me deslizaba con agilidad hacia el suelo.

–¡Ten cuidado, Robin! –susurró Max desde el borde del tejado.

No le contestó, el chico ya estaba corriendo por detrás de los edificios, medio agachado para que no le viesen por las ventanas si aún quedaba alguien en alguna casa. Rodeó unos metros por el bosque, para poder cruzar la carretera sin que lo viese nadie. Después de esperar a que un carromato tardío pasase, cruzó la última calle y corrió hacia la parte trasera de la librería. Se apoyó contra el muro de madera intentando recuperar el aliento mientras planeaba cómo acceder al edificio sin ser visto.

Había tres ventanas en la puerta trasera y rezó para que alguna de ellas estuviera abierta. Sino tendría que escalar hasta las de la segunda planta y aquello sería más difícil.

Se asomó por la que estaba más a la derecha, a ver si era capaz de ver a la chica dentro pero lo único que pudo reconocer fueron estanterías y más estanterías, todas seguidas, llenas de libros, sin un solo centímetro de espacio entre ellas. Probó con el cierre de la ventana, y como siempre, no tuvo suerte. Estaba cerrada.

Se asomó con sutileza a la segunda ventana y tras comprobar que no había nadie, de nuevo probó a abrirla. Dos de dos, esta también estaba cerrada.

Se le acababan las opciones.

Vamos, por favor, suerte por una vez en mi vida.

Se asomó al último cristal, el que estaba más alejado de la entrada y tras comprobar que no había nadie a la vista, intentó levantar la ventana.

¡Bingo!

La ventana se deslizó silenciosamente sobre su marco, alzándose lentamente. Cuando Robin calculó que cabía por la abertura, se incorporó y pasó una pierna, seguida de su torso y el resto de su cuerpo. Cuando al fin tuvo los dos pies dentro de la tienda, se dió la satisfacción de sentirse victorioso.

–Sabía que eras tú –le inquirió una voz femenina a su lado.

Se giró con rapidez, reconociendo la voz de inmediato. Para su disgusto, María De la Vega se encontraba justo a su derecha, sentada en un gran sillón con los ojos hundidos en las páginas de un libro. Ni siquiera lo miraba a él, pero sabía perfectamente quién era.

Alzando sus ojos hasta su rostro, María le sonrió con socarronería.

–Has tardado mucho.

Enredadera negra y rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora