Parte 3

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Reunidos en la sala de la villa ocupada por los Andrew, éstos, para disfrutar el último fin de semana que les quedaba en Escocia, escuchaban con atención las notas musicales de un piano que eran producidas por las suaves, largas y delicadas manos de una jovencita de cabellos negros lacios y ojos azules: Annie Brighton, quien con suplicio constante, había pedido a sus padres ser enviada adonde estaba Archibald Cornwell.

Su madre adoptiva no sólo la consentía en todo, sino que estaba haciendo un excelente trabajo en ella, ya que, su carácter no era tan tímido y su desenvolvimiento ante los demás era más abierto; pero lo que hacía sentir en confianza y mayormente tranquila a Annie era el no tener cerca la presencia de la única persona que pudiera descubrir su procedencia: Candy White.

Lo malo, que en ese cambio de actitud, a la morena ojo azul se le comenzó a desarrollar el sentido de la frivolidad al verse rodeada de tanto chico guapo, haciendo que su gusto por Archie disminuyera y aumentara su interés para con Anthony, —que como Eliza—, Annie bien sabía que a pesar de contar con su presencia en la sala, la mente y el mundo del rubio estaba en otro lado con otra persona.

Sorpresivamente, los ojos de la pelirroja se posaron en la morena que seguía inundando el lugar con sus notas musicales; y la intérprete, que miraba precisamente al joven rubio, al sentir la mirada profunda de Eliza, posó sus ojos azules en ella, y no se amedrentó de la frialdad proyectada de aquella, sino que poco a poco en los rostros de las jóvenes se dibujó una sonrisa retadora, que fue sello suficiente, para que a partir de ese momento, Eliza Legan y Annie Brighton hicieran, increíblemente, la mancuerna perfecta.

La pieza finalmente concluyó y todos aplaudieron por el deleite regalado; pero Archie, habiendo estado apoyado sobre el piano, fue el primero en felicitar a Annie por su estupenda interpretación.

La morena, ya habiendo aprendido también a sonreír hipócritamente, recibió el cálido abrazo de Cornwell, porque de reojo miraba a Anthony quien ya se levantaba de su asiento y caminaba en busca de la salida. Pero, en esta ocasión Stear salió detrás de él para alcanzarlo y preguntarle:

— ¿Adónde vas?

Anthony, no habiendo llegado ni a medio hall, se giró por unos momentos para informarle:

— En busca de un poco de aire.

Amablemente el simpático inventor se ofrecía:

— ¿Quieres que te acompañe?

Sonriendo por la preocupación demostrada del primo mayor, aun así Anthony aseveraba:

— Si no te molesta, me gustaría estar solo.

Stear comprendiéndolo, inclinó su cabeza diciendo:

— Estás en todo tu derecho.

— Gracias — apreció el rubio y retomó su andar.

Afuera, la tarde de ese sábado, estaba más fresca de lo normal; y Anthony, en el momento de sentir el viento, levantó el cuello de su chaqueta y metió las manos en los bolsillos de su pantalón y se alejó.

Sin darse cuenta, sus pasos lo habían conducido a una vereda de terracería que conducía hacia el pueblo.

De repente, el sonido de un insistente claxon lo hizo sacar de su cavilación; y cuando reaccionó, Anthony se giró para mirar que un auto se le venía encima; y para no ser arrollado por aquel alocado, saltó hacia atrás sin darse cuenta en dónde caería.

El conductor, al ver lo que había ocasionado, se detuvo; y como ¿buen samaritano? fue al auxilio. Pero, al mirar al joven dentro de un charco de lodo, con vil descaro comenzó a carcajearse de la facha de aquél que, sin pensarlo dos veces, espetaría furioso:

— ¡Grandísimo imbécil!

"El imbécil" rió con más ganas al ver el esfuerzo que aquél hacía para levantarse.

Volviendo a caer sentado en el lodo, desde ahí, Anthony le ordenaba calificativamente:

— ¡Deja de reír como el idiota que eres y ayúdame!

"El idiota", sin dejar de lado su histeria y bien obediente, descendió por una breve colina; empero, en el momento de estirar su mano...

— ¡Espera! — pidió unos instantes; y el auxiliador sangronamente sacó su pañuelo para ponérselo en la nariz y volver a mofarse despectivamente: — ¡tú disculparás, pero es que el olor a cerdo me desagrada por completo! —; y de nuevo se carcajeó, a lo que el rubio tomó un puño de lodo y se lo arrojó con fuerza asestándolo en el impecable traje del arrogante ese que no pudo esquivarlo.

Con severa molestia, los dos jóvenes se miraron; y el que estaba afuera, sonrió de lado, y finalmente se inclinó para extender su mano y proporcionar ayuda al caído, el cual no desaprovechó la oportunidad de vengarse jalándolo hacia él y diciéndole conforme caía a su lado:

— Eso es para que no presumas demasiado.

Por sí solo, el rubio intentó salir del charco; no obstante, lo pescaron de la chaqueta y...

— ¿Adónde crees que vas? — lo regresaron.

Con eso, los dos jóvenes iniciaron una entremezclada pelea competencia por ser el primero en salir de ahí, pero claro, sin dejar de lado los cariñosos insultos mutuos.

Después de un rato y cada uno por su lado, acostados boca arriba sobre el césped, se les veía exhaustos reflejándose en sus rostros lo divertido que la habían pasado y comentando Anthony abiertamente:

— Si la Tía Abuela me viera en estos momentos y en ésta condición, ten por seguro que la mato de un coraje.

— Claro, porque me imagino que te trata como el niño delicado que eres.

Anthony, ante la mofa, giró su cabeza para mirar serio a su acompañante y que le aclarara:

— ¿A qué te refieres precisamente con "delicado"?

El otro joven, reincorporándose decía:

— Olvídalo —, para de inmediato ofrecer: — ¿quieres que te lleve a tu casa?

También poniéndose de pie, el rubio quiso saber:

— ¿Cómo te llamas?

Anthony también siguió los pasos del castaño, el cual ya se dirigía al vehículo y decía:

— Terruce.

— ¿Vives en la villa Granchester?

El rubio se montó en el vehículo; y mientras encendían motor, apenas oía:

— Así es

— Yo soy Anthony Brown

El joven copiloto se presentó, estiró su mano y le sonrió amigablemente al castaño.

Terruce, voluble por nacimiento, lo miró con desdén por unos escasos instantes, porque luego, conforme arqueaba una ceja e iba dibujando una media sonrisa, estrechó la mano amiga con fuerza; y nuevamente con mofa, decía:

— "El tierno niño creador de las rosas Dulce Candy"

El título dado consiguió que Anthony se desconcertara y preguntara:

— ¿Cómo sabes eso?

— Un pajarito del bosque me lo contó.

Por ello, de Anthony se recibía afirmación:

— Insisto, a imbécil nadie te gana.

... logrando que, por la cara de fastidio del rubio, Terry riera fuertemente conforme emprendían camino.

UNA CHICA QUE VALE ORODonde viven las historias. Descúbrelo ahora