Parte 24

155 26 4
                                    

Con una sarta de zalamerías, los tres paladines contentaron a la Tía y pidieron su permiso para que Candy se quedara en la mansión de las rosas.

Sin embargo, lo que ninguno de ellos sabía, era que la rubia ya estaba decidida a no pasar un día más en esa casa, sólo aguardaría a que Terruce se decidiera a hablar con ella y poder darle a él, la explicación que le debía, y así definir de una vez la situación entre ellos.

En cambio, al ser Candy la novedad del momento, los tres jóvenes Andrew no se le despegaron ni un sólo segundo.

El primero que rápidamente la acaparó fue Stear.

Él, al finalizar el desayuno, olvidándose de la novia y sin pedir permiso alguno más que el retirarse de la mesa, tomó a Candy de la mano y se la llevó a su privado centro de invención.

Allá, él le mostró la infinidad de diseños que había hecho; y conforme los iban probando, se informaba que todos fueron pensados exclusivamente en ella; pero de todo ese museo, se escogió un aparato especial del que se diría:

— Con éste, me pasé toda la noche en vela hasta que lo terminé.

Ella miró el artefacto con forma de cara triste; y tomándolo en sus manos preguntaba:

— ¿Qué es?

De pronto, el aparato se activó; y Stear sonriente, ya lo había llamado:

— ¡Un Candy detector! Y lo único que necesitaba era tu olor para poder dar contigo y traerte de nuevo a casa.

— Oh, Stear

La joven estiró su mano para acariciar el rostro entristecido del moreno el cual volvió a tomar su mano para expresar:

— Te extrañé muchísimo.

En eso, los carraspeos de una persona, los hizo girarse, soltarse y preguntar:

— ¿Sí, Dorothy?

— El joven Anthony mandó a buscar por la señorita Candy.

— Gracias, enseguida voy — respondió la solicitada.

En lo que Stear devolvía la invención a su lugar correspondiente, Candy aprovechó para saludar a la querida empleada que tímidamente le hacía confesión:

— Por un momento llegué a pensar que no me recordabas.

La rubia simplemente le sonrió y le abrazó cariñosamente.

Después de salir y cerrar el laboratorio, cada uno de ellos tomó su rumbo: Stear en busca de Patty quien, sentada en la sala, acompañaba a su abuela, la cual platicaba amenamente con la señora Elroy; Dorothy a la cocina para seguir con sus actividades cotidianas; en lo que Candy caminaba hacia el portal de las rosas que fue donde se le indicó le aguardaba Anthony; pero conforme la rubia iba recorriendo el lugar, aspiraba profundamente el agradable aroma que las flores desprendían, trayéndole a su mente, el recuerdo de los días de su niñez y de cuando conoció precisamente al paladín jardinero.

En eso, unas varoniles voces la hicieron detener su paso; y al distinguir a los dueños de ellas, se agachó para esconderse detrás de la barda de arbustos y caminar en cuclillas hasta una baja columna de piedra.

Ahí, encogida y abrazando sus rodillas, Coral los escuchó por unos momentos hablar de cosas triviales, más su corazón latió con fuerza cuando estos dos rieron abiertamente.

Espiándolos, Candy primero observó a Anthony; y al hacerlo, su mente retrocedió en el tiempo para convertirse de nuevo en niña y revivir esos momentos cuando en su estómago revoloteaban juguetonas esas mariposillas y demás efectos que le provocaban a la simple mención de su nombre.

Pero ejemplo de lo imponente que también podía ser Terruce, con su risa la trajo rápidamente al presente; y con ello, de vuelta a la mujer que era hoy en día, comprendiendo ésta que al estarlos analizando, sus sentimientos eran diferentes y donde solamente uno le podía despertar el deseo ¡ese! que estaba sintiendo ya, con tan sólo verlo.

Más, estaba tan concentrada en su escrutinio que no presenció que alguien, imitando su posición, estaba a su lado.

— ¿Qué haces aquí? — preguntó quedamente el intruso e hizo que la rubia brincara del susto.

Para que no gritara, aquél le tapó la boca; y aquella al reconocerlo, le cuestionaría del mismo modo al ser liberada:

— ¿Qué haces tú aquí?

Con su puño, ella hubo golpeado el hombro vecino por haberla espantado.

— Siempre en vigilia — respondió el joven que además quiso saber: — ¿Está todo bien?

Pasando medio cuerpo frente a ella, giró la cabeza y miró lo que aquella observaba, preguntándole al reconocer a uno:

— ¿Ya hablaste con el yanqui?

— No, todavía no.

La rubia dejó escapar un suspiro; y como había quedado sentada por el susto, apoyó la espalda sobre la columna.

El joven conforme regresaba a su lugar, volvía a preguntar:

— ¿Vas a hacerlo ahora?

Ella, negando con la cabeza y agachándola, diría:

— No delante de Anthony.

— ¿Ese es Anthony? — con el pulgar hacia atrás lo habían apuntado.

— Sí.

— Bueno, me voy —, el joven palmó un hombro femenino. — Sólo vine a decirte que ya está todo listo para irnos esta misma noche.

— ¡Pero necesito hablar con él primero! — respingó Coral mirando nuevamente hacia donde estaba Terruce quien yacía de cuclillas a un lado de la silla de Anthony.

— Está bien. Ya tú nos avisarás entonces.

— Gracias, Jack.

Él ya no le contestó, porque así como había aparecido, se esfumó.

Candy, armándose de valor, se reincorporó, se sacudió la falta del vestido y caminó en dirección a ellos.

Como venía de frente, el primero en distinguirla hubo sido precisamente Terruce quien ya se había puesto de pie.

Ella, aprovechando que Anthony estaba distraído, le sonrió al castaño; y cuando estuvo cerca, los saludaba:

— Hola.

Su voz atrajo a Anthony el cual giró la silla de ruedas para quedar frente a ella, mirarle y contento llamarle:

— Hola, bonita —. Y con tono de broma, comentaría: — Por un momento pensé que Stear no te dejaría venir.

— Perdón por la tardanza — dijo ella sumamente nerviosa.

— Está bien — él le sonrió. — Bueno, pues ya que estás aquí —, el rubio la tomó de la mano, — quiero mostrarte las nuevas rosas que han brotado esta mañana y lo han hecho especialmente para ti, ¿las recuerdas? —, él indicó hacia su izquierda para que ella las mirara.

Obedeciendo, tímidamente se contestaba:

— Sí.

Zafándose nuevamente con discreción Candy dio franco derecho y se acercó a las rosas seguida de las miradas de los dos jóvenes; y conforme se agachaba para oler una en específico, escuchaba por parte de Anthony:

— Espero que todavía conserves la que te di.

Ella cerró los ojos y nerviosamente se mordió un labio; entonces, girando levemente la cabeza hacia él, con pena Candy confesaba:

— Lo siento, pero tuve que venderla para... ayudar a una familia.

— ¡Oh! — expresó Anthony.

Por el gesto ofrecido, la rubia se reincorporó; y ahora a su lado, esperanzaría:

— ¿No estás molesto, verdad?

Con su tono de preocupación, él sonrió; y tomándole de las manos diría:

— ¡Por supuesto que no!

UNA CHICA QUE VALE ORODonde viven las historias. Descúbrelo ahora