Parte 17

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Dos días fueron los que Coral no se movió de su casa, y donde tampoco la presencia de Terruce escaseó, llevando consigo en cada visita, además de los saludos por parte de su madre, un detalle personal para ella, y otro para sus hermanos, cosa que le intrigaba mucho al joven, ya que, ella era blanca, rubia y ojos de color; en cambio, ellos y de unas extrañas costumbres, eran de tez más oscura, cabellos negros y ojos café, sólo a excepción de Billy que eran azules y que le encantaba el juego de pelota.

El hermano mayor, —a pesar de aceptar los regalos—, todavía miraba al castaño con un poco de desconfianza, que con el tiempo, iría mejorando conforme se fueran tratando, según alguien lo había señalado.

Cuando Coral pudo ponerse finalmente de pie, y aprovechando el maravilloso clima de afuera, Terruce la invitó a salir para ir a tomar un poco de sol; y lo hicieron, después de que ella pidiera autorización y se la dieran.

Al estar sobre la Avenida Broadway, los jóvenes caminaron a paso lento hasta llegar a Central Park.

Ahí, eligieron el camino hacia el lago, donde cerca de éste encontraron una banca y la ocuparon para mirar a los que navegaban en bote.

Aunque sus pláticas no eran largas, ya que sólo se cuestionaba y se respondía escuetamente como si ninguno de los dos quisiera revelar más allá de sus vidas, interiormente, la pareja se sentía bien ante su simple compañía.

En ese rato compartido, dos acontecimientos sucedieron.

El primero fue, que de entre los chiquillos visitantes al parque, uno en específico, lloraba recargado al pie de un árbol.

Coral, al escucharlo, se puso de pie y fue hasta él para preguntarle el motivo de sus lágrimas, a lo que el infante con confianza, acusaba:

— Esos niños —, señaló a un grupo, donde ella divisó que rieron con diablura, — arrojaron fuertemente mi balón y cayó en la copa del árbol y no puedo escalarlo.

La chica observó primero la altura; consiguientemente, le pedía:

— No llores más. Yo lo bajaré por ti.

Diciéndolo, Coral comenzó a trepar el árbol, sin importarle que no sólo el niño le miraba desde abajo, y que por el espectáculo ofrecido, el chiquillo se ganó un zape. Conforme, el agredido se sobaba, miraba extrañado a su agresor.

Éste lo veía furioso y le amenazaba con darlo otro, si volvía mirar hacia arriba.

Al arrojarse la bola, el dueño del esférico corrió por ello gritando felizmente "Gracias" en lo que se marchaba.

Empero, la pelota no iba a ser lo único que cayera del árbol, sino también Coral, quien, al estar en la última rama ya lista para saltar, su zapato resbaló y ella perdió el control, cayendo aparatosamente de sentón al césped y dejando al descubierto más de lo que enseñara cuando se trepara.

Entre adolorida y apenada, la rubia fue rápidamente socorrida; y gracias a que a espaldas del castaño alguien gritaba:

— ¡Háganse a un lado! —, no se volvió hablar de lo sucedido.

Y es que, si el evento de la muchachita había sido chusco, la abuelita que se acercaba peligrosamente montada en una bicicleta, se llevó la tarde; y más, la pobre joven morena de lentes, la cual corría despavorida detrás de ella a la que Terruce reconoció y llamaría:

— ¿Patricia?

... haciendo con su mención que la chica se parara en seco y se ruborizara todita.

Al ver el declive que la intrépida mujer tomaba, todos gritaron; y el joven castaño corrió para también auxiliarla, y a la que tampoco alcanzó, porque ya la abuelita caía dentro del lago, no quedándole otra a Terruce más que aventarse al agua e ir por ella.

UNA CHICA QUE VALE ORODonde viven las historias. Descúbrelo ahora