Gracias al trabajo que Candy había conseguido en la tienda de abarrotes, Walter ya llevaba trabajando en ese almacén casi tres meses.
La señora Walter, que también había sido empleada para atender el mostrador, —y con el dinero ahorrado de la renta por la vivienda que llegaron a habitar y donde cada día que pasaba le daban las gracias al dueño, porque parecía no tener intenciones de reclamar su propiedad—, se consiguió una máquina de coser; y con las clientas con las que tenía contacto, y aprovechando el noble corazón del tendero, la mujer se promocionaba y ahí hacía reparaciones de prendas y confeccionaba uno que otro sencillo vestido.
Con otro tanto de esfuerzo, a la casa ya le habían hecho un buen de reparos; los suficientes para protegerse de las lluvias y del frío que comenzaba a sentirse, así también como de aquel hoyo donde Candy cayera, no causando el accidente más que un susto y unos cuantos raspones y magullones en el cuerpo de la chica.
De ese modo y poco a poco los Walter fueron construyeron su patrimonio.
Por su parte, en lo que sus padres trabajaban, Candy atendía los quehaceres de la casa y enseñaba educativamente a sus hermanos lo que ella había aprendido de las buenas samaritanas señorita Pony y hermana María, a quienes de vez en cuando les hacía llegar unas letras informándoles de lo feliz que vivía; aunque la última carta mandada a ellas fue devuelta. Y es que el señor Cartwright había reclamado su propiedad para extender su ganado, no quedándoles a las pobres mujeres que buscar albergue por otro lado.
Gracias a que contaban con la dirección de aquel almacén, en un telegrama se le pidió encarecidamente al señor Walter no notificarle a Candy de ese suceso, ya que, las religiosas, al saberla contenta, su misión para con la chica estaba resuelta, haciendo ahora las nobles damas un doble esfuerzo para que los niños que todavía estaban a su cargo quedaran lo más pronto posible dentro de un buen hogar.
Como un acuerdo, los esposos obedecieron a la orden de las madres de crianza de su hija mayor, a la cual ya le tenían un cariño desmedido debido a su enorme corazón.
Sólo que al estar tan retirados del pueblo era difícil encontrar nuevas amistades, y aunque sus padres constantemente les llevaban con ellos para comprarles desde ropa, juguetes y dulces, a Candy le hacía falta salir a conocer algo nuevo; y es que el bello panorama del campo le hacía recordar al aventurero señor Albert.
Por ende, una tarde, —después de terminadas sus tareas y aprovechando que su madre ya estaba en casa para cuidar de los más pequeños—, la pecosa se aventuró a ir más allá del río que se divisaba no tan lejos.
Sintiéndose toda una experta exploradora, la chica llegó hasta las orillas.
Desde ahí, Candy primero miró hacia el sur y admiró su belleza; luego, giró hacia el norte, pero al poner sus ojos en aquella dirección, rápidamente se escondió detrás de unos matorrales, y lugar desde el que observó a un grupo de mujeres que lavaban sobre las rocas; empero, aquellas estaban tan entretenidas con su labor, que no se percataron que uno de los cestos comenzó a navegar por las calmadas aguas.
De pronto, alguien comenzó a gritar alertando a todos, y más gente se reunió con ellas, pero ya la canasta estaba casi donde estaba Candy parada y que desde ahí ella logró observar que dentro del cesto había un bebé.
Por consiguiente, la chiquilla salió de su escondite, y valientemente se metió al agua para salvar a la criatura, que por suerte, había quedado atorada momentáneamente en unas marañas dentro del río.
Cuando la pecosa tuvo al pequeño en sus brazos, algunos de los ahí presentes se habían acercado a ella, y entre ellos estaba la madre de aquel indefenso ser que se le acercó y con un poco de brusquedad le quitó a su hijo.
Candy, a pesar de la hostilidad con que aquellos la miraban, no perdió su sonrisa; y lentamente retrocedió sus pasos para marcharse.
Al estarlo haciendo, una chica alrededor de trece años como ella se le acercó, y también ofreció la misma sonrisa amigable que Candy, a la que le extendieron:
— Muchas gracias.
— No tienes por qué agradecer — contestó la rubia.
La joven, quien tenía unos expresivos y lindos ojos color café, le preguntaba:
— ¿De dónde eres?
— Yo...
La rubia titubeó; y es que otro joven muy alto, pero no mayor de dieciséis años, también se le acercó.
En cambio, éste la rodeó, y Candy haciéndose de valor prosiguió diciendo:
— Sólo andaba caminando, no quise importunarlos.
— No lo has hecho, al contrario, has salvado a mi hermano.
— Oh — la rubia alcanzó a expresar.
El joven, entre mezclando una voz dura y amable, cuestionaba:
— ¿Habrá algo con qué debamos compensarte por tu ayuda?
Candy, negando con la cabeza, retrocedió otro paso diciendo:
— Oh, no, no es necesario —. E indicaría rápidamente: — Debo marcharme. Es tarde — además, de que estaba completamente mojada, pero la interrumpieron con aseveración:
— Vives en la casa que por mucho tiempo estuvo sola, ¿verdad?
— Sí — la rubia contestó un poco apenada, observando cuando la joven amiga tomaba entre sus brazos a su pequeño hermano y las mujeres se devolvían para retomar su actividad.
— ¿Cómo te llamas? — preguntó el joven quien la seguía observando con curiosidad.
— Candy Walter. ¿Y ustedes?
La primera en responder era:
— Yo soy Naye, y él es mi hermano mayor Tavo.
Candy lo miró precisamente y sostuvo la miraba profunda y analítica de aquél conforme le decían:
— Y este pequeñito es Isi.
La rubia cambió sus ojos rápidamente para mirarle y sonreírle al bebé, acordándose la pecosa después de estornudar:
— Ahora sí debo irme —, y antes de que un resfriado dijera presente; no obstante, la otra jovencita ofrecería:
— Puedes venir cuanto quieras, me gustaría que fuéramos amigas.
Eso a nuestra protagonista le agradó, y sonriente diría:
— Por supuesto. Nos vemos después.
A paso veloz Candy se alejaba; sin embargo, lo pesado de lo mojado de su vestido, la hacía reducir su caminar.
En eso, y a sus espaldas pudo escuchar el galope de un caballo que se le aproximaba.
Sin mirar hacia atrás, la chica —que comenzaba a temblar confundiéndose el miedo con el frío—, siguió con su andar.
No obstante, y de repente, un fuerte brazo la atrapó por la cintura; y cual ligera pluma, la levantó del suelo para dejarla montada en el animal.
Cuando la pecosa se giró un poco para mirar al jinete, éste finalmente le dedicó una sonrisa; y ¿gentil? le decía:
— Yo te llevo hasta tu casa.
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UNA CHICA QUE VALE ORO
FanficAcusada de ladrona, Candy deberá cumplir su pena yendo a México sin haber podido despedirse de sus amigos, los cuales harán lo imposible porque regrese; sin embargo, ella tomará una decisión que la llevará a la felicidad. * * * * * * * * * Historia...