Cada cinco años, las Siete Grandes Escuelas de Magia organizan un torneo para decidir al mejor mago del planeta: el Gran Prix Mágico. Este año, Yuri Katsuki, estudiante de la Escuela de Magia Mahoutokoro en Asia, decide presentarse en pos de conocer...
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Como cada mañana, Stephen Lauvergne caminaba hasta el viejo castillo de Oberhofen en Thun, junto al lago. Se apareció en los baños de uno de los restaurantes próximos al edificio histórico y ascendió hasta la cueva, algo apartada de las casas de campo que circundaban el complejo. La escarcha que cubría el sendero crujía bajo sus botas y las hojas más frías acariciaban el bajo de sus piernas. Aquel paseo se convirtió en su rutina y el frío de la mañana sirvió para despertarle.
La pequeña cueva se adentraba en la montaña que vigilaba al lago y a sus habitantes, rodeada por el bosque antaño habitado por las sílfides, criaturas sorprendentes que habían poseído poderes más allá de lo que un mago jamás pudiera desear. Ahora, su antigua morada estaba ocupada por humanos que se alejaban del ruido de la ciudad para disfrutar de la tranquilidad del campo.
Entre árboles y arbustos, se abrió camino hasta llegar a su destino. En la entrada, saludándolo, estaban aquellas dos tumbas que había ayudado a cavar tres años atrás, cuando un pobre muchacho roto y desconsolado enterraba a su mujer y su bebé en ellas. Se arrodilló frente a las lápidas que rezaban los nombres de Ayleen y Daphne, esposa e hija de Christophe Giacometti, y dejó un ramo de flores sobre ellas. Tomó las que había dejado el día anterior y las volvió a plantar en la tierra ayudándose de su magia. Desde el primer día de aquella rutina, había estado cubriendo de vida y color aquella tierra nublada por la muerte.
Tras esto, se adentró en la cueva ayudándose de un lumos, apartándose el pelo oscuro que caía sobre su frente, y escrutó la oscuridad en busca de un bulto, agudizando su oído por si escuchaba un llanto. Pero todo estaba tan vacío y silencioso como cualquier otro día: Dariel no había aparecido tampoco esa mañana.
Suspiró y salió de nuevo, sacando una manta de su mochila y preparándose un desayuno entre las flores. Le gustaba disfrutar de las primeras horas del día de esa forma, tomándose un chocolate caliente o untándose una tostada con queso fundido, ya fuese bajo los cálidos rayos de sol o al cobijo de la lluvia en el interior de la caverna. Ahora que ya no ejercía como profesor, podía estirar el tiempo haciendo esas pequeñas cosas. Cuando terminase el desayuno, sacaría el libro que estaba leyendo y se quedaría allí un rato más, hasta la hora del almuerzo, por si Dariel aparecía en esas horas. Luego, de vuelta a su pequeño y vacío apartamento en Berna, que todavía olía a Chris.
Lo echaba de menos, pero no quería escribirle para contarle cursilerías. Sabía que tenía cabida en el corazón de su amado, que Chris lo quería, pero el fantasma de Ayleen seguía ocupando un gran espacio. No le importaba: Stephen entendía que lo suyo fue un gran amor y no era fácil olvidarlo, pero Chris tampoco le daba falsas esperanzas. Le había asegurado, y Chris nunca le había mentido, que lo quería, que podría llegar a amarlo con el paso del tiempo. Que ellos dos podrían formar una familia junto con Dariel, y por eso iba a buscarla de tan buena gana, porque podría ser también su hija.
Ese pensamiento echaría a muchos para atrás, pero no a Stephen. Se había involucrado en cuerpo, alma y corazón con Chris, y eso implicaba que lo haría también con su hija. Y estaba dispuesto a ello: junto al joven Principe Incantato de Saboya, veía un futuro brillante y próspero que compensaría todos esos paseos infructuosos.