Cada cinco años, las Siete Grandes Escuelas de Magia organizan un torneo para decidir al mejor mago del planeta: el Gran Prix Mágico. Este año, Yuri Katsuki, estudiante de la Escuela de Magia Mahoutokoro en Asia, decide presentarse en pos de conocer...
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El ambiente se había quedado bastante tenso desde el día anterior. Aunque había aclarado la situación con Otabek, no era capaz de quitarse de la cabeza aquel efímero beso que habían compartido dos días atrás. Y alrededor de ese beso giraban todos los demás momentos que había compartido con él: las noches en los balcones de Uagadou, el abrazo que compartieron mientras volaban en alfombra en Mahoutokoro, el "¿y si eres tú?" que se confirmó en aquel antro de Hasetsu... Todos los momentos que había compartido con Otabek y que componían un cuadro que no era capaz de ignorar.
Y, por supuesto, a su mente regresaba aquel fragmento de su futuro que había vislumbrado el primer día de la competición, aquel que había estado pensando cómo evitar de todas las formas posibles. Pero ahora se le hacía tan complicado de concebir aquel futuro que prefería mantener el presente de esa forma, con Otabek como su mejor amigo.
—Me parece que escucho el agua.
La voz de Otabek le sacó de sus pensamientos. Llevaban horas caminando, buscando el río que supuestamente les conduciría a Castelobruxo y que, además, era su misión diaria. El día anterior había sido tan aburrido como lo estaba siendo aquel, demasiado sencillo y sin obstáculos exceptuando una rana que había atacado a Yurio mientras dormía.
—¿Crees que está cerca?
Otabek le miró, pero parecía más concentrado en el sonido casi imperceptible del agua fluyendo a la distancia. Le entró calor bajo su nuevo uniforme, que ahora era de color negro y morado; como habían cambiado de parejas, también lo habían hecho los colores de sus uniformes como pareja. Estaba deseando llegar al río para refrescarse un poco.
—Lo suficientemente cerca como para oírlo— respondió finalmente, y Yurio tuvo que aguantar una sonrisa. Otabek nunca bromeaba, pero a veces era difícil saber si estaba hablando en serio o si le estaba tomando el pelo.
—Pues sigamos: me gustaría hacer una pausa para comer cuando lleguemos.
Su amigo asintió y volvió a liderar la marcha. Yurio se encargaba de la retaguardia, vigilando que nada apareciese por sus espaldas. Mientras Otabek abría un sendero pateando arbustos y apartando ramas, Yurio observó su cuerpo: estaba algo más delgado, pero no había perdido su musculatura; sus hombros se veían hundidos y su piel, más pálida, como si hiciese mucho tiempo que no le daba el sol. Le inquietaron sus profundas ojeras, la forma inquieta en la que se rascaba las cicatrices producidas por las quemaduras, los labios mordisqueados... Sin embargo, podía ver también que estaba algo mejor que cuando llegó a Castelobruxo: al menos, sus ojos ya no parecían llorosos ni había manchas rojas en su rostro por haber llorado.
Yurio a veces sentía la tentación de decirle algo, pero nunca quería sacar el tema de conversación. Siempre esperaba a que Otabek dijese algo sobre su padre para escucharle hablar con orgullo, con cariño y, por supuesto, miedo por el futuro. Poco a poco, Otabek hablaba de Erkan Altin con menos lástima y más felicidad, como si descubriese que hablar de él era la terapia que necesitaba para afrontar el posible desenlace. Yurio también hablaba entonces de los pocos recuerdos que tenía de sus padres, y en ocasiones, Otabek también mencionaba a su madre. Yurio deseaba que Erkan sobreviviese: no quería que Otabek quedase huérfano otra vez. No quería que tuviese que llorar sobre la tumba de sus dos padres, como le había ocurrido a Yurio. Sobre todo, no quería nada de eso porque, al contrario que Yurio, quien contaba con su abuelo, Otabek no tenía más familia quien le amase.