Capítulo 36: Diste un paso en falso, Keller 🧑‍⚖

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Narra Martín

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Narra Martín

Me encuentro solo en la oficina. Donato lleva varios días sin venir a trabajar y alguien tiene que encargarse de las cosas de la empresa y aunque hay cosas que requieren de su presencia, hay otras de las que puedo encargarme sin que él esté presente. Conozco el funcionamiento de esta oficina como la palma de mi mano. Formé parte del crecimiento de Arrazi d'oro desde el principio. De un momento a otro, cierta pelirroja arriba a mi mente, logrando que pierda la concentración de los papeles que tengo frente a mí. La echo de menos. Desde aquel encuentro en la oficina de Vitale no sé nada de ella.

Me he aguantado las ganas de llamarla, dándole el tiempo que me pidió a pesar del momento íntimo que compartimos, que me muero por repetir. Por Dios es que fue tan rápido por el lugar que nos encontrábamos, que solo deseo tenerla para mí en mi casa para tomarme mi tiempo degustando ese cuerpo que me volvió loco esa noche. Nunca un polvo rápido ha sido tan bueno. Me hubiera gustado una primera vez más especial, pero el momento y las ganas simplemente surgieron y yo no iba a parar algo que los dos deseábamos desde que nos tocamos en mi cama.

El tono de mi teléfono me regresa a la realidad. Cuando veo, es Donato.

—Vaya, vaya, el presidente de Arrazi d'oro me honra con una llamada —digo sarcástico.

—Guarda tu sarcasmo para quien lo quiera. No estoy de humor. —Su irritabilidad tiene nombre y apellidos y, para colmo de males, la tiene en su casa tan cerca, pero a la vez, tan lejos.

—¿Cómo sigue todo?

—Mal —admite. Puedo imaginar su cara—. Desde ese día no sale del cuarto a nada. Las comidas las toma en su habitación porque se las pide a Bernard o a las chicas. —Suspira—. No sé qué hacer. Ni cómo acercarme a ella para que me escuche.

—Eso no será fácil. Ella no hará como yo que quise saber la explicación. Ella lo único que entiende es que la traicionaste aun cuando las cosas no son tan así de cuadradas.

—Sé que hice mal, tengo mi parte de culpa, pero ella sencillamente no me deja defenderme.

—Tú tampoco la dejaste hacerlo cuando la culpaste del desfalco —admito y creo que le acabo de echar más leña al fuego.

—Gracias por el consuelo, querido amigo.

—Lo siento. Me he pasado.

—No dijiste ninguna mentira. Aunque debes admitir que tienes parte de la culpa.

—Lo sé y no sabes cuánto lo lamento —digo con pesar.

—No te preocupes, lo hecho, hecho está. ¿Todo bien en la empresa?

—Sí, yo me estoy encargando, tranquilo. —Entonces escucho que suena el teléfono de la oficina. Debe de ser la secretaria—. Espérame un momento, Donato.

—Ok.

—¿Qué sucede?

—Alonzo Keller quiere verlo —me dice la secretaria y me parece bastante extraño que quiera verme.

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