—Esta es mi parte favorita de toda la ciudad —decía Carmen al príncipe, quien la escuchaba con atención. Estaban llegando al mercado de la plaza central, y a Matthias también empezaba a parecerle el mejor lugar de los que habían visitado ese día.
Los colores de las tiendas avivaban el corazón de la ciudad y la musicalidad de los vendedores al ofrecer sus mercancías a los paseantes causaban en él una agradable sensación. Por un momento, deseó haber nacido en ese país y tener la posibilidad de ser un comerciante, muy seguramente de telas, para poder conversar con las hermosas señoras de rostros sonrientes y cabellos oscuros, que, además de una transacción comercial, bien podrían ofrecerle unos minutos de chismorreo, como pago a un buen servicio. Estaba haciendo castillos en el aire, cuando escuchó al príncipe reír, seguramente por alguna ocurrencia de la princesa.
No podía negar que le tenía cariño, aunque a veces se volviera odioso cuando estaba de mal humor. Lo había conocido cuando tenía seis años y los reyes buscaban un tutor estricto para él. Era un niño ruidoso, al que se le dificultaba poner atención y todo lo tomaba a juego, lo que él consideraba saludable en alguien de su edad, pero que sus profesores anteriores veían como una dificultad para la enseñanza. Al último de ellos lo habían despedido por golpearlo en las pantorrillas con una varita, una historia que se había repetido en otras ocasiones, con matices diferentes, al menos eso le había dicho la nana cuando llegó a trabajar al palacio.
Lo conoció en la sala de estudio, hacía ya mucho tiempo. En ese entonces él tenía una abundante cabellera rojiza, y el príncipe tenía la ropa cubierta de tierra, a pesar de que la nana había hecho un esfuerzo en lograr que se viera limpio una hora antes.
Matthias ya estaba informado sobre el remolino de energía al que tendría que formar académicamente, pero le parecía adorable ver cómo se limpiaba las manos en sus pantalones sucios para poder saludarlo con propiedad.
—Es un placer conocerlo, señor Meyer —le dijo, extendiendo su mano.
—El placer es todo mío, Su Alteza —le contestó, estrechando sus dedos llenos de mugre mientras sonreía—. Estoy seguro de que podremos entendernos muy bien.
El príncipe sólo se encogía de hombros, como si tratara de no hacerse ninguna expectativa con un nuevo maestro.
—Me han entregado el plan de estudios que dejó el consejero de Su Majestad para usted, pero creo que es importante saber qué es lo que le gusta aprender. ¿Qué quiere que estudiemos hoy?
El niño lo miró extrañado, nadie le había preguntado eso jamás. Miró al techo tratando de pensar en una respuesta.
—Me gustan las sumas y dibujar, aunque tío Edward dice que eso es de niñas.
—No quiero ofender al ilustre Duque de Lakewood, pero creo que él ignora lo bien que nos hace a todos el estudio del arte—respondió, mientras sacaba sus libros de la valija—. Si usted quiere practicar las matemáticas, eso haremos y dejaremos un espacio para el dibujo.
—¿No veremos Historia? —le preguntó, feliz.
—No el día de hoy —le contestó, con una sonrisa.
Esa primera hora no le sorprendió que el niño terminara rápido los ejercicios, y recompensó la agudeza de su mente dejándolo llevar sus juguetes a la sala de estudios. Tenía que mantenerlo ocupado, así que decidió darle una carga de trabajo que pudiera agotar su energía.
—Señor Meyer, ya me cansé.
—Es una pena, Su Alteza, pero no podrá dibujar pronto si no termina, y si no hace su dibujo, no podrá jugar con el bonito caballo de madera que trajo.
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La flor de azahar
Romance"No dejaba de pensar en sus brillantes ojos cafés, el sonido de su risa alegre, ni en el aroma sedoso y delicado de su perfume. Trató de evocar la fragancia de la forma más vívida que podía: era una esencia sobria de flores de azahar y jazmín, que l...