Carmen esperaba a que el señor Meyer saliera del salón de la biblioteca. Recargada contra la pared contigua, escuchaba con atención, aguardando el momento en el que él dejara de hablar con Isabel y pasara por la puerta.
Lo escuchó despedirse y en cuanto salió, lo llevó del brazo al salón del té, mientras él cargaba los documentos que Isabel le había entregado.
—Su Alteza ¿pasa algo? —le preguntó, confundido.
—Es que quisiera hablar con usted.
—Ah... —el consejero del príncipe entendió la intención de esa conversación— Creo que entiendo qué es lo que le preocupa.
—Tenemos menos de una semana para hacer que se enamoren.
Él le dio una sonrisa.
—Nadie se enamora por las acciones de otras personas. No los podemos forzar.
Carmen estaba decepcionada de escuchar eso.
—Otra vez volverá a decir que es bueno que terminen como amigos.
—Si eso pasa podrían escribirse cartas —le dijo—. Si ambos se agradan mutuamente, la próxima vez que se vean será con gusto... por lo que usted y yo sabemos, eso sucederá en el invierno.
—¿Cree que eso sea suficiente?
—Bueno, no sabemos qué pueda pasar después.
—Usted nunca da una respuesta clara —le respondió la niña, con algo de frustración.
—Porque no le puedo asegurar nada —le contestó, encogiéndose de hombros—. El príncipe no es precisamente una persona de la que se pueda asumir algo.
—Entonces... ¿se perderá una buena oportunidad en el baile?
—No necesariamente, pero eso ya depende de ellos.
—Qué complicado... —dijo Carmen, con fastidio.
—Siempre es así, ya lo entenderá cuando sea mayor.
Ella puso una cara de fastidio.
—¿Por qué siempre me dicen eso? ¡Y seguramente cuando crezca voy a seguir sin entender! —hizo un mohín de frustración— ¿Acaso usted también lo entiende?
El señor Meyer se sorprendió de verla tan molesta, pero la comprendía.
—Difícilmente todos lo entendemos, pero he vivido lo suficiente para saber que no puedo presionar el comportamiento de los demás.
La niña suspiró.
—Sé que quiere ver feliz a la señorita Urdiales, pero su felicidad depende de ella misma, aunque usted quiera ayudarla —continuó él—. También me gustaría ver feliz a Su Alteza, pero él tiene que lidiar con sus propios problemas. Usted está poniendo mucho peso sobre sí misma intentando arreglar las vidas de otros.
—Lamento haberme enojado —le dijo, con sincero arrepentimiento.
—No tiene nada de qué disculparse, sólo deje de presionarse por algo en lo que los demás tienen la última palabra. Le hará bien.
—Gracias —la princesa salió de la habitación y fue a buscar a Isabel, viendo desde el pasillo que iba a la sala de estudios.
Suspiró de nuevo, pero luego vio al príncipe caminar tras ella. Seguro le había hablado, porque la joven se volvió hacia él. Conversaron muy poco tiempo, pero a Carmen eso le parecía algo bueno.
***
El príncipe volvió a su habitación a seguir trabajando. Cuando se dirigía al salón de té a descansar un poco, vio a la señorita Urdiales y aprovechó la oportunidad para agradecerle su ayuda. Sabía que ella estaba ocupada y aún así el rey le había pedido que les diera su apoyo. Después de ver en sus ojos cafés un atisbo de desagrado por tener que trabajar más en atenderlos, creyó conveniente reconocer su esfuerzo.
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La flor de azahar
Romance"No dejaba de pensar en sus brillantes ojos cafés, el sonido de su risa alegre, ni en el aroma sedoso y delicado de su perfume. Trató de evocar la fragancia de la forma más vívida que podía: era una esencia sobria de flores de azahar y jazmín, que l...