Cap. 42

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Aunque antes de irse a dormir Robert le había insistido en que debían desayunar juntos en el lago, no logró convencer a Isabel de que no debía ir lo más temprano posible por su vianda de pan y queso para volver a comer en presencia de los pájaros, sola. Ella quería pasar ese tiempo sin que nadie la molestara, a pesar de lo mucho que disfrutara su compañía.

Se sintió muy feliz de no encontrarse con nadie que quisiera invitarla a desayunar, pues la culpa de rechazar al Señor Meyer, Don Gabriel o peor aún, la princesa, hubiera sido tanta que se habría sentido obligada a aceptar.

Se tomó el tiempo de observar a las aves, poniéndoles nombres, para luego volver a la hora en la que debía ir a ver a Carmen. Había cierto alivio en que el caos comenzara a abrirse camino, ya no estaba obligada a pasar tiempo con nadie que considerara descortés y si eso les parecía problemático a la madre y a la abuela del príncipe, ya no importaba, de todos modos nunca hubo nada que ella pudiera hacer por complacerlas, por lo que desgastarse en eso era inútil. No estaba haciendo nada malo, no iba a darles la satisfacción de hacerla sentir inferior. Por el contrario, ellas eran quienes debían avergonzarse por tomarse tantas molestias por una muchacha simple.

Cuando fue a la habitación de la princesa, notó que no estaba ahí, en su lugar, había una nota escrita.

Querida Isabel,

Ya sé que esto te parecerá un berrinche, pero no importa, no pienso volver a cruzar mi camino con esas horribles personas que se han portado tan mal contigo. Es un abuso, tú no viniste a que te trataran como si fueras basura. Anthony está de acuerdo conmigo y los dos huimos porque nos da rabia que crean que pueden hacer lo que quieran sin ninguna consecuencia.

Ni nos busquen porque no nos van a encontrar, nosotros vamos a regresar cuando se nos pase el coraje, o sea, nunca.

Te quiere

Carmen Ofelia Victoria María Eugenia de León y Gonzaga

Isabel salió rápidamente de la alcoba de la princesa para buscar a sus padres. Cuando ellos leyeron la carta y corrieron a buscarla, ella avisó al príncipe y al Señor Meyer. Justo cuando creía que podía disfrutar de las bondades del desorden, otro problema aparecía. Lo peor era que el baile iba a celebrarse esa noche, por ese motivo, el rey Félix sugirió hacer la búsqueda de la manera menos escandalosa posible, para no ocasionar más dificultades, eso implicaba un grupo pequeño, en el que incluyeron a la duquesa, a Don Gabriel y al siempre desquehacerado James. Los niños no podían haberse alejado mucho, pues la reina había ido a ver a su hija a las tres de la madrugada, verificando que estuviera en su cama, además, en ese clima la princesa se entumía con facilidad, por lo que no podían descartar que debían seguir cerca.

Cuando pasaron un par de horas, y hubieron peinado todos los armarios y escondrijos del castillo, Isabel, en vez de volver al punto de reunión como acordaron, creyó mejor salir a buscar en los jardines. Recordando la forma en la que conoció a la niña, pensó en que debía haber buscado un lugar cálido y cómodo para esconderse, por lo que pensó que podría ir hasta el pequeño cobertizo que había visto cerca del lago.

El príncipe ya estaba ahí cuando ella llegó, sonriéndole cuando la vio.

—Están aquí —murmuró, casi inaudible, llevándosela a un costado de esa pequeña construcción para poder hablar un poco más alto—, creo que no se han dado cuenta de que ya los encontré y quiero escucharlos hablar.

—No esperaba que usted fuera un fisgón —se tapó la boca antes de soltar una carcajada para que no la escucharan.

—No lo diga como si no quisiera hacer lo mismo —le respondió en un tono juguetón, luego la llevó de nuevo a una pared por la que se podía escuchar con facilidad lo que decían.

La flor de azaharDonde viven las historias. Descúbrelo ahora