Cap. 12

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Matthias creía que el príncipe no podía ser más obvio, aunque lo negara cuando le cuestionara, pues no era bueno ocultando lo mucho que le atraía la Señorita Urdiales. Sus miradas furtivas, la forma en la que sonreía y el modo en el que se dirigía a ella, lo delataban. Sólo esperaba que nadie más se diera cuenta. Igual, ella parecía no notarlo, lo cual era bueno para el príncipe.

Siempre había pensado que, aunque fuera una persona sociable y no tuviera problemas para llamar la atención de las mujeres, no sabía cómo funcionaba el cortejo cuando alguien de verdad le interesaba. Eso, aunado al tiempo que había pasado reparando su corazón roto, lo hacía ver como un adolescente que no tenía idea de lo que estaba haciendo.

Tuvieron que despedirse cuando el desayuno terminó, y al salir del comedor, la princesa quiso hacerle entrega de un regalo al príncipe.

—Sólo es un detalle para que recuerde que tiene que volver pronto —le dijo ella, con candidez, al entregarle un cilindro—. No tiene que abrirlo ahora si no quiere.

Matthias lo vio sonreír enternecido.

—Gracias —le respondió, tomando el presente—. Me gustaría mucho abrirlo frente a usted, pero me temo que no sería apropiado.

—Cuando vuelvan, le preguntaré al Señor Meyer su reacción —le respondió la niña.

El príncipe rió.

—Estoy seguro de que así será.

Cuando hubo que despedirse de la Señorita Urdiales, el príncipe se inclinó de manera respetuosa y ella hizo una reverencia.

—Gracias por todo —Matthias hubiera querido ver en él alguna mirada dulce, pero tuvo que conformarse con una sonrisa amable.

—No tiene nada que agradecer —le respondió ella del mismo modo.

Estaban por subir al carruaje cuando notó cómo el príncipe volvía la vista atrás, por unos segundos, para luego entrar al vehículo.

El camino hacia el norte transcurrió sin ninguna novedad. El príncipe estuvo durmiendo la mayor parte del tiempo que les tomó llegar a la mansión del marqués, donde pasaron la noche sin ningún contratiempo.

A la mañana siguiente, Matthias veía la ansiedad que le causaba el tener que llegar a la casa de la condesa, lo notaba en su mirada puesta en un punto fijo, en completo silencio, pensando. No le gustaba hacerlo pasar por esa intranquilidad, pero la Corona de Phrenylle podía ser demasiado estricta en cuanto a dónde un miembro de la familia real podía pernoctar por su propia seguridad. Las reglas decían que, a excepción de circunstancias extremas, sólo podía pasar la noche en el hogar de alguien que tuviera un título nobiliario de por lo menos tres generaciones atrás. Pero en el caso de la condesa era contradictorio, el príncipe podía sentirse más seguro durmiendo en una pradera que en su finca.

Y el hecho de que no se lo hubiera querido mencionar a nadie más que a su consejero tampoco facilitaba las cosas, aunque no lo culpaba por ello. Entendía que después de cada encuentro incómodo él se sintiera avergonzado, por más que le dijera que no era su culpa que ella lo buscara para involucrarlo en una situación en la que no quería estar. Sería una larga noche.

Por eso no le sorprendió a Matthias que a medianoche el mayordomo de la casa lo despertara para pedir que se fueran. Aunque el hombre trató de ser amable y parecía demasiado confundido como para entender los motivos reales por los que sus patrones querían que un príncipe abandonara el lugar de esa manera, el consejero se sintió molesto y, antes de acudir a la habitación del caballero en cuestión para comunicarle la noticia, revisó la lista de contactos que tenía, para llegar con una solución al problema.

La flor de azaharDonde viven las historias. Descúbrelo ahora