II

179 10 12
                                        

Una cosa segura: ya no podremos volver allí. Lo pasado está aún demasiado reciente. Todo lo que hemos procurado olvidar se removería de nuevo, y aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, que había llegado a convertirse en pánico ciego e insensato –a Dios gracias ya acabado–, podría, por cualquier circunstancia ignorada, volver a la vida para perseguirnos como antes.

Tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni siquiera cuando se acuerda...,lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de lo que él quisiera darme a entender. Lo noto, porque algunas veces se queda de repente como perdido y ensimismado; se borra la expresión de su cara bella, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara, esculpida, rígida, helada, siempre hermosa, pero sin vida.

Comienza a fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, encendidas aún, van cayendo al suelo como pétalos. Empieza a hablar de prisa y con pasión acerca de cualquier cosa sin importancia, aferrándose al tema, como si fuera remedio seguro contra todo dolor.
Creo que existe una teoría según la cual el dolor purifica y fortalece a hombres y mujeres, y que añade que, para perfeccionarse, tanto en este mundo como en el otro, es necesario pasar por la prueba del fuego. Pues aunque suene irónico, eso es lo que hemos hecho nosotros plenamente.

Los dos hemos conocido el terror y la
soledad y la angustia más intensos. Claro que, antes o después, a todos nos llega en esta vida un demonio propio que nos persigue y atormenta y al final de cuentas hemos de luchar contra él. Nosotros hemos vencido al nuestro, o así lo creemos.
Ya no nos persigue. Hemos salido vencedores de la prueba, aunque no hayamos escapado ilesos. Siempre presintió él la vecindad del desastre, y con motivo. Hoy podría decir, como cualquier pobre actor en una obra truculenta, que «hemos satisfecho el precio de nuestra libertad». Pero yo he conocido durante mi vida demasiadas situaciones melodramáticas, y daría con gusto mis cinco sentidos para asegurar la paz y la tranquilidad de que gozamos ahora.

La felicidad no es un bien que puede atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es que algunas veces no nos sintamos deprimidos; pero también conocemos momentos que escapan al reloj y se hacen eternos; y entonces, cuando observo su sonrisa, sé que estamos juntos, que caminamos de acuerdo, sin que ningún conflicto de
opinión o pensamiento pueda separarnos.

Nada nos ocultamos. Todo lo compartimos. Es verdad que este hotelito es burrido, y la comida no vale nada, y que pasan los días con repetida monotonía, pero no deseamos otra cosa. En cualquiera de los grandes hoteles nos encontraríamos con demasiados de sus conocidos. A los dos nos gusta lo sencillo, y si algunas veces nos aburrimos, pensamos que el aburrimiento es un buen antídoto contra el terror. Reglas fijas gobiernan nuestras vidas; resulta que yo, ¡quién lo iba a decir!, leo muy bien en voz alta. La única cosa que le impacienta es que se retrase el cartero, pues eso quiere decir que tendremos que esperar otro día antes de recibir noticias de Inglaterra. Hemos ensayado la radio, pero el ruido nos irrita, y preferimos ir acumulando nuestra expectación; el resultado de un partido de cricket celebrado hace muchos días conserva todo su gran interés para nosotros.

Hemos luchado contra el tedio, interesándonos por los resultados obtenidos por cualquier equipo extranjero de cricket, en las veladas de boxeo y hasta en los campeonatos de billar. Las finales entre los equipos de varios colegios, las carreras de galgos, las curiosas y modestas competencias de dos condados remotos..., todo es comida sabrosa para nuestro excelente apetito. Algunas veces caen en mis manos unos números atrasados de Field y me encuentro transportado
repentinamente desde esta isla insulsa a las realidades de la primavera en
Inglaterra.

Veo sus arroyuelos, los brillantes insectos de mayo, los verdes valles
donde crecen las acederas, las cornejas que vuelan por encima de mi cabeza, en círculos, como lo hacían en Manderley. Aquellas páginas manoseadas y rotas me traen el perfume de la tierra mojada, el acre gustillo de la turba de los marjales, la
sensación del musgo jugoso, manchado de blanco por las garzas.
Una vez me encontré con un artículo sobre palomas torcaces, y conforme lo leía en voz alta, me pareció estar otra vez en el oscuro parque de Manderley, mientras las palomas revoloteaban por encima de mí. Escuché de nuevo su arrullo, suave y complacido tan agradable y fresco en las tardes calurosas del verano; nada alteraría la paz hasta que Kasper llegase brincando por entre las matas, buscándome, con su húmedo hocico pegado al suelo. Las palomas, como corro de viejas sorprendidas durante sus abluciones, alzaban el vuelo desde sus escondrijos, con ridículos
aspavientos, y se alejaban batiendo ruidosamente el aire con las alas, hasta
desaparecer entre los corpudos árboles.

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora