Menos mal que la fiebre del primer amor sólo, se pasa una vez. Porque, digan los poetas lo que digan, es una fiebre, una carga.
Los veintiún años no son valientes.
Están llenos de pequeñas cobardías, de miedos pueriles, infundados, pero ¡se hiere uno entonces tan fácilmente! ¡Se nos lastíma con tan poca cosa! La más leve palabra espinosa se nos clava con crueldad.

Hoy, arropado en la benévola armadura de una madurez que se aproxima, las diminutas punzadas cotidianas no nos arañan más que levemente y pronto se olvidan; pero ¡en aquella edad! ¡Cómo perdura el
efecto de una palabra poco amable, dicha sin intención, hasta convertirse en estigma ígneo! ¡Y cómo una mirada altanera se nos cincela en el alma con fuerza de eternidad! Una simple negativa sin importancia se nos antoja inevitable preludio de los tres cantos del gallo, y una falta de sinceridad, tan vitanda como el beso de judas. El adulto maduro sabe mentir sin remordimiento de conciencia y con alegre compostura; pero a aquella edad, la más inocente decepción nos abrasaba la lengua y nos ataba ella misma al palo del suplicio.

–¿Qué has estado haciendo esta mañana?

Me parece estarla oyendo sentada en la cama, reclinada sobre las almohadas,
con la mezquina irritabilidad del paciente que no está verdaderamente enfermo, que lleva en cama demasiado tiempo, y yo, sacando la baraja del cajón de la mesilla de noche, sentía cómo un rubor culpable me subía a las mejillas.

–He estado jugando al tenis con el profesor –respondí, y las palabras mendaces me hicieron sentir inmediatamente un terror pánico.

¿Y si irrumpiera el profesor de tenis en la habitación aquella misma tarde, para quejarse a la señora Han de que hacía ya muchos días que yo tenía
abandonadas mis lecciones?

–Lo que te ocurre es que, conmigo en cama, no tienes bastante quehacer–dijo, y aplastó una colilla en un tarro de crema para la cara.

Cogió las cartas y comenzó a barajarlas con esa irritante habilidad y ligereza del jugador inveterado, repartiéndolas luego en montoncitos de tres cartas.

–No sé en qué pasas el día –continuó– Hace ya mucho tiempo que no me enseñas ningún dibujo, y cuando te pido que salgas a hacerme unas compras, te olvidas de traerme el Taxol. Espero que, por lo menos, estés progresando en el tenis. Más tarde te será muy útil. Un mal jugador es una lata. ¿Sigues sacando por debajo?–

Echó en la baceta la dama de piques, y aquella cara morena me recordó en la
mirada a Jezabel.

–Sí –respondí, y su pregunta me sorprendió al darme cuenta de lo justo y adecuado de la expresión. Me describía bien. ¡Bajo cuerda! No había estado jugando con el profesor, y no lo había hecho ni una sola vez desde que ella cayó en cama, hacia poco más de dos semanas. Ni yo mismo sabía por qué me aferraba a aquella reserva y por qué no le había dicho que todas las mañanas salía en coche con De Park, para luego comer con él en el comedor del hotel.

–Tienes que acostumbrarte a jugar más cerca de la red, y hasta que no lo hagas, no jugarás bien –continuó. Y yo asentí, vacilando ante mi propia hipocresía, mientras colocaba sobre su dama un valet de corazones de afeminada barbilla.

He olvidado a Montecarlo casi por completo, nuestras excursiones por la
mañana, los lugares a que fuimos, hasta nuestras conversaciones; pero me acuerdo de cómo me temblaban los dedos cuando estaba poniéndome el sombrero para correr luego por el pasillo y bajar precipitadamente la escalera, sin permítirme mi impaciencia esperar el ascensor, chirriante y lento; al llegar abajo, salía empujando la puerta giratoria, antes que el portero lo hiciera.

Allí estaría él, detrás del volante, leyendo un periódico, aguardándome. Al verme, lo tiraba al asiento de atrás, sonreía, y al abrir la portezuela decía:

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora