XVIII parte 2

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(las verdaderas caras se dan a conocer así como los trapitos salen al sol)




Oí que Sehun dejaba escapar una exclamación medio ahogada de sorpresa, pero ya me era igual escandalizarle o no.

–Y ahora, que ya sabe lo que pienso –le dije–, lo comprenderá todo mejor.

–Oigame –me dijo–, tengo que verlo. ¿Me escucha? No tengo más remedio que verlo. Tengo que decirle algo muy importante. ¿Comprende? Pero no puedo hacerlo por teléfono. ¡Oiga! ¡Oiga!

Colgué el auricular de un golpe, y me levanté del escritorio. No quería ver a Sehun. En nada podía ayudarme. Lo que hubiera que hacer tendría que hacerlo solo, sin ayuda. Tenía la cara roja y abotagada de llorar. Me puse a pasear por el cuarto, mordiendo el pañuelo, rasgando sus bordes.
Tenía el presentimiento de que ya nunca volvería a ver a Chanyeol. Estaba seguro; no sé qué extraño instinto me lo decía. Se había marchado para no volver. En el fondo de mí corazón adivinaba que Sehun creía lo mismo, aunque no hubiese querido decírmelo por teléfono. No quiso asustarme. Si hubiera vuelto a llamarle por teléfono, ya no estaría allí. El empleado hubiera contestado: «El señor Sehun acaba de salir, señor.» Y me lo imaginaba, sin sombrero, subiendo a su Morris, pequeño y mal conservado, para salir en busca de Chanyeol.

Me llegué a la ventana y me puse a mirar el claro donde el sátiro tocaba la zampoña. Ya se habían acabado los rododendros. No florecerían más hasta el próximo año. El alto seto que formaban, ahora que sus colores habían huido, presentaba un aspecto oscuro y pardo. Subía del mar una neblina que me impedía ver el bosque más allá del repecho. Hacía un calor opresivo. Me imaginaba a los invitados del día anterior diciéndome: «¡Qué suerte que ayer no hiciera esta niebla!
No hubiéramos podido ver los fuegos artificiales.» Salí del gabinete al salón, y desde éste a la terraza. Se había escondido el sol tras una muralla de niebla.
Parecía como si una maldición hubiera caído sobre Manderley, dejándole sin cielo y sin luz. Pasó junto a mí un jardinero, empujando una carretilla llena de pedazos de papel y basura, de cáscaras de frutas arrojadas la noche antes por la gente de la finca sobre el césped.

–Buenos días –le dije.

–Buenos días, señor Baekhyun.

–La fiesta de anoche les ha dado a ustedes un trabajo extraordinario.

–Es lo mismo, señor; creo que todos lo pasaron muy bien, y, después de todo, eso es lo principal.

–Sí, supongo que sí.

Miró el hombre hacía el claro, al otro lado de la pradera, donde el valle descendía en suave pendiente hacia el mar. Los árboles alzaban sus siluetas espigadas y confusas.

–Se nos está viniendo encima una niebla muy espesa –me dijo.

–Sí. –Afortunadamente, no tuvimos niebla anoche.

–Sí.

Esperó un momento, se tocó luego la gorra y se alejó empujando la carretilla.
Crucé el césped hacía la entrada del bosque. La niebla al prenderse en los árboles se había convertido en agua, que caía sobre mi desnuda cabeza como fina llovizna.
Kasper estaba junto a mí, triste, con la cola caída, dejando colgar su rosada lengua.
La pesadez opresiva del día le hacía estar apagado. Desde donde me encontraba, oí el ruido del mar, malhumorado y sordo, rompiendo en las calas al otro lado del bosque. La brisa empujaba la niebla hacia la casa, y al pasar junto a mí notaba su olor de sal mojada y de algas marinas. Le pasé la mano por el lomo a Kasper. Estaba empapado. Cuando volví la mirada hacia la casa, no pude ver ni las chimeneas ni el perfil de sus muros, sino únicamente una masa esfumada, las ventanas del ala de poniente y los macetones de la terraza. Estaba descorrida la persiana del gran ventanal de la alcoba principal de poniente y vi que había allí alguien en pie, mirando hacia el jardín.

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora