IX parte 1

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Cuando oí el ruido del coche en el jardín, me levanté, preso de un pánico
repentino, mirando el reloj, suponiendo que acababan de llegar Yoora y su marido. Acababan de dar las doce; habían llegado antes de lo que creía. Y Chanyeol no había vuelto.

Pensé si podría esconderme, salir por la ventana del jardín, para que si Jongdae los acompañaba al gabinete dijera: «El joven ha debido de salir». No les extrañaría; les parecería natural. Cuando me dirigí apresuradamente hacia la ventana, alzaron la cabeza los perros, como preguntándose, y Kasper me siguió, moviendo el rabo.
La ventana daba a la terraza y al claro de que he hablado; pero cuando me disponía a escabullirme por entre los rododendros, oí rumor de voces que se
acercaban, y volví a entrar en la habitación. Se acercaban a la casa, dando la vuelta por el jardín, seguramente porque Jongdae les había dicho que yo estaba en el gabinete.

Pasé rápidamente por el salón grande y me dirigí a una puerta que quedaba a mi izquierda. Me encontré en un largo corredor enlosado y corrí por él,
dándome cuenta de mi estupidez, despreciándome por aquel repentino ataque de nervios, pero sin poderlo evitar, pues no me encontraba con valor para recibir a los visitantes en aquel momento. El corredor parecía conducirme a la parte trasera de la casa, y en un recodo que hacía frente a otra escalera, me encontré con una criada, a quien no había visto hasta aquel momento; tal vez una de las que hacían la limpieza. Se quedó mirándome, pasmada, como si no hubiera sido natural encontrarme en aquella parte de la casa y yo, toda azorado, le dije: «¡Buenos días!», dirigiéndome a la escalera. «Buenos días, señor», contestó, boquiabierta, mirándome con los ojos como platos, mientras yo comenzaba a subir la escalera.

Supuse que me llevaría a las habitaciones de dormir, y que me sería fácil encontrar mi cuarto en el ala este. «Me sentaré allí un rato –pensé–, hasta que se acerque la hora de comer, y entonces no tendré más remedio que bajar de nuevo, por educación.»
Debí de desorientarme, pues, luego de pasar por una puerta, al final de la escalera me hallé en un largo corredor que no conocía, parecido al de la parte de la casa donde estaban mis habitaciones, pero más ancho y más oscuro; oscuro, más que nada, a causa de los paneles de madera que cubrían las paredes.
Dudé un momento, y luego torcí a la izquierda, con lo que llegué al espacioso rellano de otra escalera. La penumbra y el silencio lo envolvían todo. Si las criadas estuvieron allí durante la mañana, ya habían concluido la limpieza y se encontraban
de nuevo en las cocinas. Nada indicaba que hubieran estado allí, ni se olía el polvo de las alfombras recien sacudidas. Estando allí, sin saber hacia dónde ir, noté sobrecogido por aquel silencio de una casa vacía cuando sus dueños se han marchado.

Abrí al azar una puerta y me hallé en un cuarto sumido en total oscuridad. Ni una rendija de luz atravesaba las contraventanas cerradas. En el centro del cuarto me pareció ver vagamente bultos de muebles enfundados de blanco. Olía allí dentro a cuarto no ventilado, a aire viciado, ese olor característico de las habitaciones nunca o poco usadas, cuyos adornos y chucherías se amontonaban en el centro de una cama, para luego taparlas con una sábana. Acaso las cortinas estuvieran echadas desde el verano anterior, y si uno fuera y las descorriera ahora, abriendo luego las
chirriantes contraventanas, una mariposa muerta, allí prisionera muchos meses, caería sobre la alfombra y quedaría junto a un alfiler olvidado y una hoja seca que entró con el viento antes que las ventana se cerraran por última vez. Cerré cuidadosamente la puerta y continué sin saber qué hacer, por el pasillo, a ambos lados del cual había puertas y más puertas, todas cerradas, hasta que llegué a un ensanche del corredor, en el que una gran ventana de ajímez me dio, al fin, la luz deseada.

Me asomé a ella y vi los aterciopelados macizos de césped que se extendían hacia el mar y el mismo mar, de un verde luminoso, con las olas empenachadas de blanco, que se arrojaban sobre la playa, batidas por el viento de poniente.
El mar estaba más cerca de lo que había imaginado, mucho más cerca. Seguro que llegaba hasta el pie del bosquecillo que se alzaba algo más abajo del final del césped, a unos cinco minutos de distancia. Con la oreja pegada a la ventana llegaba hasta mí el rumor de las olas rompiendo contra la costa de una pequeña ensenada, que no se veía desde allí. Comprendí entonces que había dado la vuelta a la casa y me encontraba en el corredor del ala de poniente. Tenía razón la señora Hyeyoung.

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora