IV parte 1

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A la mañana siguiente a la partida de bridge, la señora Han se despertó con dolor de garganta y una temperatura de treinta y nueve grados. Llamé por
teléfono al médico, que acudió en seguida, y diagnosticó que se trataba de un ataque de gripe corriente.

–Quédese en la cama hasta que yo le dé permiso para levantarse –le dijo– Tiene
usted el corazón flojillo, y no mejorará si no se queda usted completamente
tranquila y sin hacer nada. Preferiría –añadió, volviéndose hacia mí– que buscasen ustedes una enfermera profesional. Usted no puede, de ninguna manera, levantarla– dijo obviando mi fisionomía– Por lo demás, sólo será cosa de unos quince días.

Me pareció absurdo y protesté; pero vi con sorpresa que la enferma estaba de
acuerdo. Creo que le gustaba la idea de dar quehacer, y los recados que recibiría preguntando cómo seguía, las visitas de los amigos, las flores que enviarían.
Montecarlo empezaba a aburrirla y aquello iba a servirle de distracción.
La enfermera le pondría inyecciones y le daría algo de masaje y comidas especiales. Cuando llegó la enfermera dejé a la paciente tan contenta, sostenida por varias almohadas, ya con menos fiebre, abrigada con su mejor chaquetilla de cama y su encintada cofia. Algo avergonzado de mi gozo, llamé por teléfono a sus amigos, suspendiendo la pequeña reunión organizada para aquella noche y bajé al comedor una media hora antes de lo acostumbrado. Creí encontrarlo sin nadie, pues eran pocos los que comían antes de la una.

Y vacío estaba, a no ser por la mesa contigua a la nuestra. Esta contingencia no se me había ocurrido, pues creí que se había marchado a Sospel. No cabía duda de que estaba comiendo temprano para no encontrarse con nosotros a la una.
Ya me hallaba en medio del comedor y
no podía volverme atrás.

No le había visto desde que nos metimos en el ascensor la víspera, pues la noche anterior no había él bajado al comedor probablemente por lo mismo que entonces estaba comiendo temprano.
No estaba prevenido para esta situación. Hubiera querido tener más años, más mundo.

Fui hasta nuestra mesa, sin mirar a ningún lado, e inmediatamente puse en evidencia mi azoramiento tirando el florero de tiernas anémonas al desdoblar la servílleta. Empapó el agua el mantel, y parte de ella me cayó sobre el pantalón. El camarero estaba al otro extremo del comedor y, además, no se había dado cuenta del estropicio, pero mi vecino de mesa acudió al instante con una servilleta en la mano.

–No puede usted quedarse aquí con el mantel chorreando –dijo bruscamente–. Le quitaría las ganas. Permítame ayudarle un poco.

Comenzó a enjugar el agua, y el camarero, al ver que algo ocurría, acudió en nuestra ayuda.

–No me importa –dije–; es lo mismo. Estoy sola.

No respondió. Llegó el camarero y recogió el florero caído y las flores
desparramadas.
–Deje usted eso –dijo él de pronto– y prepare otro cubierto en mi mesa, comerá conmigo.

Le miré lleno de confusión.
–No, no –dije–, de ningún modo.

–¿Por qué?

Traté de encontrar una excusa. Estaba claro que él no tenía ningún interés en
comer conmigo. Era sencillamente una amabilidad. Le estropearía la comida. Me decidí a decir la verdad, pura y simple.

–De ninguna manera. Es usted muy amable, pero aquí estaré perfectamente en cuanto el camarero recoja un poco el agua.

–No es amabilidad –insistió–; me gustaría comer con usted. Aunque no hubiera usted tirado el florero tan tontamente pensaba haberlo invitado.

Debió de ver mi expresión de duda, añadió, sonriente:
–¡Ah! ¿No me cree? Bueno, pues venga, a pesar de todo, y siéntese. Si no tenemos ganas de hablar no necesitamos hacerlo.

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora