IV parte 2

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Cuando, al fin, hablé, mi voz sonó demasiado natural: era la voz nerviosa de quien se encuentra intranquilo, preocupado.

-¿Conocía usted esto? ¿Ha estado usted antes aquí? -pregunté.

Me miró como si no me conociera, y comprendí con una punzada de alarma que me había olvidado por completo, quizá ya hacía mucho rato, y que él se encontraba tan perplejo y perdido en el laberinto de sus pensamientos alborotados, que yo no
existía. Tenía la expresión de un sonámbulo, y pensé durante unos segundos que tal vez no fuera un ser normal, que estaba perturbado. Hay gente que padece unos ataques extraños -yo había oído hablar de ellos- y entonces obedecen a raros
impulsos de los que nada es posible adivinar, moviéndose empujados por las confusas órdenes de su subconsciente.
Acaso él fuera uno de ellos..., y allí
estábamos los dos, a dos metros de la muerte.

-Se está haciendo tarde... ¿Quiere que volvamos? -le dije, pero la fingida naturalidad de mí voz, la sonrisa forzada, no hubieran engañado ni a un niño.

Pero le había juzgado mal, claro está; no le pasaba nada, al fin y al cabo, pues en cuanto hablé por segunda vez, despertó de su sueño y comenzó a disculparse. Supongo que yo me había puesto pálido y él lo notó.

- Hace años en mi luna de miel... -dijo, cogiéndome del brazo, y apartándome del precipicio me llevó hacia el coche.

Me cogió las manos dejando las llaves del coche, indicando que sería yo quien conduciria, subimos a él y cerró de golpe la portezuela.
-¡No, no puedo!

-No tenga miedo -continuó-, no es tan difícil como parece dar la vuelta.

Y mientras yo, enfermo de vértigo, me agarraba al asiento con las dos manos,
comienzó a maniobrar con cuidado, con mucho cuidado, para no asustarme, hasta que quedó mirando el coche hacia la bajada de la carretera.

-Entonces... sí que ha estado usted aquí antes -le dije, ya algo más tranquilo,
según el coche echaba a andar ciñéndose a las revueltas de la estrecha carretera.

-Sí -contestó, y luego de una pausa añadió-: Pero hace muchos años. Quería ver si había cambiado.

-¿Y ha cambiado?

-No -respondió-; no ha cambiado nada.

Pensé, curioso, en los motivos que podían haberle inducido a revivir el pasado, haciéndome testigo inconsciente de su estado de ánimo. ¿Qué abismo de años bostezaba entre él y aquel pasado? ¿Qué hechos, qué pensamientos, qué cambios?
No lo quería saber; hubiera preferido no haber ido.
Bajábamos por la tortuosa carretera, sin contratiempos, callados. Una enorme sierra de nubes se alzaba por encima del sol poniente; el aire era frío, limpio. De
repente, comenzó a hablarme de Manderley. No me dijo nada de su vida, ni una palabra acerca de sí mismo, pero me habló de cómo el sol se ponía allí, en las tardes de primavera, dejando prendido en el promontorio un nimbo de luz. Parecía el mar de pizarra, aún frío tras el largo invierno, y desde la terraza se escuchaba el
rumor de la marea que subía, lavando la caleta. Los narcisos en flor se mecían en la brisa de la noche, con sus cabezas de oro sobre el pie esbelto de los tallos, y por muchos que se cortaran, no se notaría en sus filas, apretadas como las de un ejército que marchase hombro contra hombro. Más abajo de las praderas de césped había macizos de azafranes, amarillos, rosados y morados; pero para entonces ya
habría pasado su época, y estarían marchitos, descoloridos, como las campanillas blancas.

No permitía que adornasen con ellas la casa, pues, colocadas en los floreros,
pronto languidecían y se marchitaban. Para gozar por completo de sus encantos había que ir al bosque por la mañana, a eso de las doce, cuando el sol está en el arrebol. Tenía un perfume como de humo, algo acre, como si fluyese por sus tallos una
savía salvaje, penetrante, zumosa. El coger farolillos azules en el bosque era un acto de vandalismo, y por eso lo había prohibido en Manderley.

Tras la sombra [Chanbaek]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora