39. Qué hubiera sido

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Si alguien debe sentirse poderoso en este momento, esa es Gaia.

Se supone que en esta mañana, como muchas otras, ambas deberíamos estar compartiendo la cama, pero, por alguna razón, en algún momento de la noche quedé explayada en uno de los colchones ubicados en el suelo a un lado de Lily, que ahora se encuentra casi sobre mí, y mi cachorra en posesión del colchón entero, en el que descansa como la reina y única dueña de él justo en medio.

Ni se inmuta cuando me muevo y le hablo pidiéndole un poco de auxilio para no morir aplastada. Ella continúa en su plácida duermevela hasta que me afinco sobre el colchón para intentar incorporarme con el peso de la pelirroja encima, cuando se despierta alertada y con las orejitas erguidas por el movimiento.

—Soy tu madre. ¿Podrías apiadarte de mí y ayudarme un poco? —pido, pero solo obtengo una lamida en la mejilla como respuesta cuando se acerca al borde de la cama agitando la colita.

Me apoyo con ambas manos en ese sitio para ponerme en pie, arrepitiéndome al instante por el mareo que se pronuncia, el tambaleo en consecuencia y el grito de mis pensamientos agitándose en mi cabeza impulsados por el brusco movimiento, sumado al estallido que provoca en mi cráneo el ladrido de Gaia.

—No volveré a robar tu pastel, lo juro —murmura Lily, entre dientes y en medio de su sueño, cuando me deshago del peso de su brazo de mi torso.

Forma un mohín con los labios, que se moviliza de arriba a abajo, y luego se voltea dándome la espalda para abrazar una almohada mientras yo contengo la respiración, procurando no perturbar con mi presencia, hasta que noto que sigue dormida y dejo entrar y salir de vuelta el aire.

Le indico entonces a Gaia que se calle, que no sea imprudente y que tenga un poco de consideración con mi cabeza dolorida y por las chicas que continúan durmiendo plácidas y chorreando la baba en sus colchones. O por mí, porque no quiero lidiar con ellas aún y sus burlas por el ridículo al que me expuse la noche anterior.

Mi bebé obedece, y silenciosa se avienta hasta el suelo por el borde inferior de la cama para acompañarme al baño, hacia donde me dirijo. Allí me lavo la cara y cepillo mis dientes, me recrimino frente al espejo por ser irresponsable, porque no medí la cantidad de alcohol que ingerí anoche ni medité en las consecuencias, y tomo del cajón de medicamentos en la gaveta del lavabo una pastilla para el dolor de cabeza que esto mismo me dejó como resultado, y que trago con ayuda del vaso de agua dispuesto en la mesita de noche izquierda. Gaia me observa atenta en todo momento, luego, con toda la energía que a mí me falta, se me adelanta retozando y con el vigor que le invade por el inicio de un nuevo día hacia la planta baja.

Ella llega, por decir poco, un par de minutos antes que yo a la sala, porque el dolor de cabeza, las náuseas, el mareo y la sensación de vacío en el estómago no me permiten avanzar todo lo rápido que a ambas nos gustaría. Sin embargo, me espera al pie de la escalera, y cuando de nuevo estamos juntas retoma la caminata hacia la cocina con una intención, u orden, que asimilo de inmediato: quiere su comida.

—¿Y a mí quién me alimenta? —le hablo de nuevo.

La descarada ni atención me presta. Sigue hacia la cocina, olisqueando algo en el ambiente, y luego se apresura al encuentro de ese olor al que tanto ella como yo ya estamos habituadas: Lucas.

—Creí que despertarías más tarde. ¿Te divertiste? —grita, sonriente, desde el otro lado la de isla, donde se termina una taza de café.

O no lo sé. Tal vez no es Lucas, o yo estoy realmente mal. No descarto la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado durante la noche anterior para quedarse con su lugar, porque este sujeto está gritando y Lucas jamás grita.

Tametzona ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora