51. Lucy de luna

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Si hay algo de lo que siempre he sido fanática es de la risa de un niño, y me convierto en una seguidora acérrima cuando más de una se unen en conjunto al unísono, como una canción. Por eso amo tanto venir a la fundación, porque tengo dosis intensas y repetitivas de esa melodía melíflua sin que deba pedirlo. Ese concierto pueril lo presencio sin falta por extensas horas una vez al año en una fecha importante, que se celebra como otra tradición familiar: el aniversario de la institución.

Cada año, el primer día del mes de diciembre, mi familia entera se reúne en la institución de mis abuelos para celebrarles a los niños un día del que siempre pretendemos hacerlos parte, como otro fragmento significativo de nuestro sistema que son, y como lo más relevante de todo esto. La mayoría de ellos no tienen a nadie más que a nosotros en sus vidas, y por lo tanto sentimos que es nuestra obligación demostrarles que aunque lo que les damos tal vez es poco, lo hacemos con cariño sincero, porque los amamos verdaderamente y porque, sobre todo, ellos merecen eso y más de lo que han perdido. Y es gratificante saber que lo disfrutan de verdad, tanto que esperan con ansias por este día como por Navidad, el Día del niño, Acción de Gracias y sus cumpleaños.

Sin embargo, a diferencia de la cena de Acción de Gracias, que también les celebramos para el cuarto viernes del mes de noviembre, y todas las anteriores, esta es una reunión mucho más grande que incluye más agitación y a muchas más personas. La fiesta empieza a media mañana con una merienda compartida, luego sigue el almuerzo, más tentapiés dulces y salados, y por último la cena; y entre una comida y otra, se suscitan varias actividades recreativas y juegos. Es por esto por lo que generalmente resulta ser un día ajetreado y cargado de responsabilidades que entre todos nos repartimos.

La mayor parte del tiempo nos acompañan todos los amigos de mis padres, a quienes llamo tíos, y mi tía Arianna además de mis abuelos, tanto paternos como maternos, igual que los de Julieth, y por grupos nos organizamos para abarcar con mayor eficacia y orden las actividades. Este año, como en los últimos seis, me corresponde ocuparme de la recreación junto a Belle y Aidan, uno de los hijos del tío Eduardo; pero no estoy tan emocionada como me gustaría. Me entristece que hoy Lucas no haga parte del mismo equipo como siempre ahora que de alguna manera me siento más acostumbrada y unida a él después de todo lo que ha pasado, porque tomamos esa estúpida decisión de distanciarnos. Ha sido muy complicado afrontarlo, y yo he atravesado días insoportables intentando ignorarlo.

Por eso, esta decisión que tomó él mismo de no participar esta vez no me ayuda como pensé que lo haría.

—Has estado toda la tarde pendiente de esa lista. ¿No tienes hambre, mi amor?

Sonrío hacia el frente al escuchar detrás de mí la voz de mi abuela paterna, Anna, aunque observo al grupo de niños correteando en la grama tras el balón de fútbol que se disputan como capitanes de ambos equipos Lucas y Aidan. No necesito voltear, porque ella no demora en sentarse en la silla a mi lado.

—En un rato voy a buscar algo. Es que ya casi es mi turno —me excuso. Sin embargo, no es necesario para ella que sabe cómo leerme y encima de todo ayudarme con jugadas sucias.

Esta vez sí volteo a mi costado para ver que mi abuela, cómplice, me extiende un plato desechable repleto de galletas con chispas de chocolate que recibo con una sonrisa agradecida.

—Dicen por ahí que el chocolate ayuda a ahogar las penas —susurra, como si se tratara de un secreto. Tal vez se debe a que robó estas galletas y no le conviene que alguien más que yo la escuche.

Sea como sea, rio de su comentario, y tomo una que llevo directamente a mi boca para darle un mordisco satisfactorio cuando el chocolate en abundancia se deshace en mi cavidad.

—Eso solo pasa en las películas, abuela. En la vida real solo nos da granos y calorías. Y a Lucas, por ejemplo, cuando es muy fuerte suele darle dolor de cabeza.

Tametzona ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora