Los ojitos perrunos de Mégara estaban desesperados. Lloraba entre resoplidos, medio pidiéndome que bajara, medio tildándome de idiota.
Trepado a la verja, alcancé a ver un limón amarillento en el árbol de la casa vecina. La madrugada ocultaba a mi vista las espinas que rasgaron mi piel al estirarme para alcanzarlo, pero algo de la linterna del celular alcanzaba a alumbrar mi objetivo.
Mientras lo hacía, mi mente caviló sobre los siguientes versos del poema que minutos atrás escribía en mi cama.
Las llamas abrazan su cuerpo
trepan por sus brazos, sus piernas,
juegan con las puntas de sus cabellos
para dejar nada de ellos.
La distracción hizo que me apuñalara la palma con la punta de la lapicera en mi bolsillo al bajar, dejando una raya de tinta azul cruzándola en una línea recta. Regresé de un salto al suelo, limón en mano y palma rasgada, aplastando indiscriminadamente toda planta y maleza que hubiera bajo mis pies.
Meg resopló cuando mi rodilla chocó contra la mesa oxidada de jardín de mi madre.
«Eres un idiota».
Me retorcí adolorido, mordiéndome la lengua para no quejarme. La fulminé con la mirada.
—Cállate —mascullé.
La perra sacudió las orejas, burlándose en silencio.
Abrí la mano e iluminé la palma con la linterna; una espina había tajado mi piel como si fuera papel, cubriéndose con algunas telarañas que me limpié con el pantalón. El limón encajó en mi palma y sonreí triunfante, sintiendo que las malas decisiones pasaron a ser solo absurdas.
—¿Qué dices? —se lo enseñé a la perra, tentándola a que me lo quitara—. ¿Soy el mejor o no?
Lanzó un ladrido alegre que resonó en las paredes de los suburbios. Un fulgor verde, reflejo de las pocas luces que le daban vida al barrio, le cubrió los ojos, desapareciendo cuando saltaba, siguiéndome juguetona por el jardín.
Regresé al garaje sintiéndome reavivado. Mis vecinos eran un fastidio, se merecían la desaparición de algún que otro limón de vez en cuando.
La puerta se mantuvo en su lugar cuando intenté abrirla. Bufé, suponiendo que algo había caído del otro lado y la trababa... de nuevo.
Di una patada a la madera. Cuadros arruinados, herramientas viejas, una avalancha de cosas olvidadas cayeron buscando mi atención, recibiendo en su lugar el olfateo superficial de Meg. Lo empujé todo fuera del camino. Un juego de llaves inglesas de mi padre se deslizó por el áspero cemento y acabó debajo de la vieja camioneta, donde las dejé estar.
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Alas de keroseno
Mystery / ThrillerTadeo tiene tres problemas: su hermana, la autoridad y su gusto poco sano por incendiar cosas. Él siempre supo mantener un perfil bajo, aunque todo el mundo lo señale cuando algo aparece en llamas sin explicación. Pero, ¿pueden culparlo por incendi...