9 - Las hermanas Álvarez

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Dejé tirada la bicicleta en el patio de la casa

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Dejé tirada la bicicleta en el patio de la casa. Me asomé a la sala, llena de ansiedad. Mi madrastra me miró como a un animal rengo que había corrido para nada.

—Diecisiete todavía no llegó.

La decepción se hizo evidente en mis hombros caídos. Ella, con ese tono suave y esa sonrisa inquebrantable, me regañó por dejar a manos de cualquiera mi bicicleta.

Deseé que al menos hubiera dejado de sonreír para eso. Había un punto en el que esa actitud positiva me inquietaba de sobremanera. Cuando era pequeña, tenía la teoría de que la mujer era un robot.

Al salir a recoger la bicicleta, me encontré con que había golpeado y sacado de la maceta a una pobre planta recién plantada. Tenía las hojas cayendo como si quisiera llorar. Tal vez, como si lo hiciera.

Mi madrastra miró por la ventana, sonriente.

—¡Oh! Qué lástima —dijo, con el tono más falso posible—, ya plantaré otra.

Lo ignoré mientras intentaba salvar el resto de las plantas. Me sentí culpable por verlas tan tristes. Un golpe de ansiedad innecesario que acabó con una de ellas, que nada me habían hecho más que extenderse hasta el camino...

«Y entorpecerlo».

Sacudí la cabeza, alejando esos pensamientos intrusivos. No iba a caer hoy en ellos.

—Plantar otra sería reemplazarla —respondí—. Una vida no reemplaza otra.

Traté de ocultar lo culpable que me sentía.

«Culpable porque la odiabas, no porque fuera una planta, no te hagas».

Ignoré esa voz en mi cabeza como si nada. Los pensamientos intrusivos eran una moneda tan corriente que ya ni a la psicóloga se los comentaba.

La conmoción en la sonrisa de mi madrastra no coincidió con sus ojos. Pasé de ella mientras guardaba la bicicleta en nuestro pequeño cobertizo. Allí, entre sus instrumentos de jardinería y algunas cosas mías de arte, tomé el keroseno y comencé a frotar la piel en la bacha para sacarme la pintura.

Tenía pintura del día anterior, y el anterior. El pequeño lugar apestaba al solvente y debía hacerlo con la puerta abierta para no asfixiarme. El sol moría y un vibrante anaranjado compartía el espacio con un potente turquesa.

Con la piel irritada y con restos de colores sucios encima, me rendí y regresé a la casa a darme un baño.

Cuando salí, Elizabeth seguía sin haber llegado.

—¿Mamá? —Me acerqué con nerviosismo a la cocina, donde la mujer hacía... nada.

Literalmente. Solo observaba a la nada.

—¿Sí, Cero?

Titubeé.

—¿Sabes cuándo vendrá Liz?

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora