6 - Clima tempestuoso

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—Lo cierto es que quisiera permanecer en Alemania, señora

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—Lo cierto es que quisiera permanecer en Alemania, señora. Fue decisión del coronel otorgarme una licencia.

La psiquiatra sonrió, como si lo comprendiera.

—Debes entender que es malo para tu estabilidad mental permanecer aquí después de lo que ocurrió con el sujeto S–2.

Bajé la vista al suelo, avergonzada.

—Lo entiendo, señora.

Se mostró complacida con la rapidez con que desistí. Dio un par de golpecitos a su pisapapeles con su bolígrafo, llamando mi atención para continuar. Ya era la hora de dar por finalizada la sesión. 

—Recuerda llevar tus pastillas. No lo olvides; solo debes tomarlas en caso de una caída. No más de una al día.

Asentí.

—Por supuesto, señora.

—Repite las indicaciones, Diecisiete.

Con voz mecánica lo hice, como si fuera una máquina con las instrucciones grabadas. La psiquiatra me despidió después de eso con un formal saludo y salí a paso firme de su consultorio. La chica que ingresó después de mí apenas me miró.

Volví a respirar cuando bajé los peldaños del porche exterior. Viento frío corría; la nieve se había derretido hacía una semana y debíamos salir ese mismo día para aprovechar la falta de tormentas, usuales en la región. Llevábamos tres días esperando uno como ese para volar.

Me detuve a observar el entorno. Estaba un par de kilómetros montaña adentro, desde allí podía ver abajo, salpicando la tierra como manchas de pintura, los techos altos de las casas del pueblo. La brisa sacudía los árboles que me rodeaban. Incluso algunos pájaros cantaban. Era difícil encontrarse días así.

Viendo hacia arriba, logré divisar la punta de la iglesia. Había pasado por la misa de esa mañana y no había pensado hasta entonces que no regresaría en las próximas semanas. Me resigné a ello con rapidez.

Acomodé la visera de la gorra, tanteando el rodete reglamentario para corroborar que seguía en su lugar, y metí las manos en los bolsillos de los pantalones cargo. Bajé con paso firme al camino de grava que cruzaba el jardín hasta el sendero rústico en el que estaba el jeep estacionado. No había construcciones cerca, solo más árboles que limitaban el camino.

Un muchacho estaba recargado contra el jeep, mirando al cielo con los lentes de sol puestos. Su ropa de marca, deportiva y bien vistosa, era inmune al viento. Se recortaba su nariz romana en las nubes.

Me miró cuando lloraron las bisagras de la pequeña reja.

—¿Puedo conducir esta vez? —pidió.

—El coronel dio órdenes de que yo condujera, señor.

Valentino rezongó, como cada vez que le quitaban el volante. Yo ingresé al viejo jeep, un Mercedes Clase G de los noventa, sin detenerme a oírlo. Su color verde musgo se perdía con el follaje y las gruesas ruedas habían dejado su rastro en el camino.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora