2.1 - Resentimientos

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Días y días que pasan

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Días y días que pasan

vueltas y vueltas al reloj

como estúpido rasqueteo la pintura

como animal le atribuyo el tiempo a la angustia.

¿Qué significaba? Absolutamente nada, buscaba algo en lo que pensar durante la aburrida espera en la sala de visitas de la prisión.

La mesa estaba en el centro de la sala. La pintura estaba rasgada a mano, difiriendo de la ruina de los años por los evidentes surcos de uñas. En teoría, debería haber sido de color celeste, ese tan sucio que solo una cárcel podría quererlo. A mi izquierda, una mujer con voz nasal le decía a su marido cuánto lo extrañaba. A mi derecha, un par de padres lloraban por su hijo. En una esquina dos personas se gritaban a plena vista de los guardias, a los que lo único que les importaba era evitar el contacto físico. Si hubiera sacado un cigarrillo y fumado bajo sus narices, me habrían mirado de mala gana.

Claro que me hubieran quitado tanto el encendedor como el cigarrillo después.

Por una puerta al fondo de la sala ingresó Franco. La curva de su columna se le marcó al caminar como si el techo fuera demasiado bajo para su altura, aunque se necesitaban tres hombres apilados para alcanzarlo. Llevaba un uniforme del mismo color sucio de las mesas y las paredes, que le quitaba los deseos de vivir a cualquiera con solo verlo. Lo llevaba como si fuera demasiado pesado para su cuerpo enclenque. Esbozó una sonrisa retorcida al verme que dejó al descubierto sus dientes amarillentos.

El Perro tomó su lugar del otro lado de mi mesa, en una silla que amagó doblarse para imitar la joroba de pordiosero que la cárcel le había dejado como herencia. Su característico olor a perro roñoso me inundó las fosas nasales.

Nos saludamos con un despreocupado choque de manos por el que los guardias nos gritaron. Después de un corto y efusivo intercambio de palabras, de los que por costumbre uno realizaba, se inclinó para preguntarme lo que retenía con ansiedad desde que nos encontramos. A los guardias no les hizo gracia alguna verlo acercarse tanto.

—Escuché que hubo una masacre en una fiesta el otro día —susurró, pese a que nadie llegaba a oírnos—. ¿Sabes algo?

Lo observé durante un rato, tratando de dilucidar algo detrás de esa sonrisa retorcida suya.

—No.

—¿Seguro? Oí que fue caótico. Murieron policías e incendiaron una patrulla, también uno que otro drogadicto, claro... ¿Estás seguro de que no tuviste nada que ver? —Entrecerró los ojos con un tono divertido—. Suena a algo que tú harías.

Abrí los brazos para que me viera con claridad. La ropa que llevaba no era ni por asomo la gran cosa, estaba desgastada y llena de manchas de pintura y de otras sustancias irreconocibles, en su mayoría combustibles, y aun así era mejor que lo que él vestía.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora