Lo bueno de las pesadillas era que servían mejor que cualquier café.
Desde hacía un año que tenía la misma pesadilla recurrente; mis manos en un revólver con grabados delicados dibujados en su lustrosa empuñadura de plata, sangre que se convertía en vino tinto bañándome los guantes.
Luego en rosado.
Luego en blanco.
Los ojos esmeralda de mi mejor amiga antes de abrirme la garganta con un cuchillo, los de miel de un ángel antes de estrangularme y detener el sangrado mientras me asfixiaba.
Hospedada en el último piso de uno de los hoteles más altos de Italia, propiedad de mi padre, esa noche ni siquiera intenté cerrar los ojos. Me senté junto a la ventana en un lujoso sillón de terciopelo rojo a dejar que las horas pasaran. En mis manos desnudas tenía un candado que con obstinación buscaba forzar y en la mesa un juego de ajedrez pequeño para viajes a mitad de partida. En la laptop tenía abierto un juego en línea; cada vez que mi adversario jugaba, yo movía las fichas en mi tablero de madera y me sentaba a pensar mientras seguía forzando el candado. Detrás de la máquina se expandía una imagen de Italia que relucía en su esplendor con sus luces nocturnas, una moderna y lujosa ciudad tan cercana como lejana.
Tenía guardaespaldas en el piso y en el lobby, pero no confiaba en nadie, ni en mi propia sombra. Había dejado las pastillas para dormir y adoptado un sueño ligero que me hacía dar un salto con el mínimo ruido. Cuando estaba lejos de mi departamento, no había forma de que pegara un ojo.
Dejé el candado en la mesa para imitar la jugada de mi rival. Los objetos estaban ordenados con perfección simétrica. Los había acomodado como un tetris; la computadora y el ajedrez en la esquina izquierda, junto a la nada, el candado y mi teléfono contra la pared, ambos pequeños y justos para encajar en mi obsesivo orden...
Y un par de expedientes en el centro.
El de la izquierda tenía la misma fotografía que le había dejado a Tadeo; una chica de cabello claro, plateado y corto, sonriente como un rayo de sol. El expediente no decía demasiado, pero sí era más detallado de lo que había conseguido antes.
«Elilia Berta Álvarez», clamaba.
«¡Berta!», pensé la primera vez que lo leí, «sus padres realmente debieron odiarla».
Lo había leído mil veces. Contenía un resumen detallado de la vida de Elilia; la absurda cantidad de disciplinas artísticas en las que se desenvolvía con naturalidad —ocho años de danza clásica, doce años de clases de pintura, tres de escultura, cuatro en un conservatorio de música y más—, las notas regulares, tirando a malas, de una chica que poco se interesó en su vida por las matemáticas y la geografía, su licencia de conducir, su día a día, su año a año...
Eran páginas y páginas sobre ella. Cuando los detalles de su vida común acababan, los médicos aparecían.
Hasta los seis años tomaban muestras semanales de sangre. Hasta los doce, mensuales. A partir de entonces, apenas lo hacían una vez por semestre.
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Alas de keroseno
Mystery / ThrillerTadeo tiene tres problemas: su hermana, la autoridad y su gusto poco sano por incendiar cosas. Él siempre supo mantener un perfil bajo, aunque todo el mundo lo señale cuando algo aparece en llamas sin explicación. Pero, ¿pueden culparlo por incendi...