12.1 - La herencia

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El jet privado tenía diez asientos de terciopelo dispuestos en cinco reservados enfrentados con mesas negras en el medio

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El jet privado tenía diez asientos de terciopelo dispuestos en cinco reservados enfrentados con mesas negras en el medio. Las paredes tenían ese dibujo semejante a la madera, llegaban hasta los bordes ovalados de las ventanillas. Había toda una reserva de alcoholes finos, en su mayoría vinos, incrustadas en la pared.

Alessandro estaba sentado mirando a las nubes, con una pierna cruzada sobre la otra y los dedos finos y esqueléticos sosteniendo su mentón. Había accedido a ponerse una camisa y una corbata negras debajo de su gabardina. El cielo se reflejaba en sus pupilas, confundiéndolas con el azul de sus irises.

Muchas cosas podían decirse de él; que era jodidamente atractivo, que tenía esa aura taciturna y misteriosa de quien tiene toda una historia detrás, que vestía bien. Muy bien. La tía Bianca se jactaba de ser la responsable de ese sentido de la moda suyo indiscutible. Unos rulos de alquitrán cuidados con gran variedad de productos para el cabello, una piel que se podía ver hasta delicada por su palidez y suave textura.

Aunque podía decirse de todo de la apariencia de mi hermano, poca gente intuía la clase de cuna de oro en la que nació. Y eso solo cuando veían su elegante Audi R8.

No alardeaba, no asistía a las galas a las que a mí me obligaban y apenas podían hallarse contadas fotografías suyas en internet si se investigaba a la familia. Ni siquiera tenía la ambición necesaria para buscar estar a la cabeza de nuestra ciudad de mala muerte. Y eso no era sospecha; un año atrás tuvo la oportunidad servida en bandeja de plata y la dejó pasar.

Si yo era la reina y él mi príncipe negro, era porque así lo quiso.

Desdeñaba, incluso despreciaba la riqueza familiar. Por supuesto, vivía de ella, pero jamás se molestó en acumular deportivos como Valentino, viajar diario en jets y helicópteros como Matteo, inversiones como Amadeo. Hacía un gesto de desagrado al atisbar la finca Pierre desde la ventanilla, tiraba de la corbata como si la ahorcara lo que simbolizaba más que el nudo windsor.

Siete hermanos. Alessandro era el cuarto, el hijo del medio.

Para mí, era el único que valía su peso en oro. Mi cuervo cuyas facciones se embebían de melancolía en cuanto nos hallábamos en privado.

Me senté frente a él con lentitud. Deposité con cuidado la copa de vino tinto que me había servido, apenas dejando que se escuchara el beso entre el cristal y la madera. Mis dedos se desamoldaron de la copa con la gentileza de la costumbre y se estiraron sobre la mesa, queriendo alcanzarlo.

No sabía cómo abordar el tema. Era bastante sosa para las interacciones sociales normales, consolar era lo que peor se me daba.

—¿Estás bien? —pregunté.

Tontería. Claro que no lo estaba.

Sin embargo, Alessandro no señaló la obviedad, solo respondió, con voz ronca por el desuso;

—No he estado en Italia desde su funeral.

Exhalé con pesadez. Ese funeral fue oscuro, tenía grabado a fuego el recuerdo de los hermanos Pierre trazando una línea con los paraguas negros, como un gran látigo que no perdía la forma cuando nos movíamos a la par, pareciendo nacidos para enfrentar la muerte.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora