4 - La de los ojos color cobalto

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—Entonces, ¿cuál es tu plan?

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—Entonces, ¿cuál es tu plan?

Ana estaba entusiasmada, aunque podía ser por el poco de cocaína que inhaló antes en su cuarto.

—No hay plan —respondí—. Te anotas y asistes a las clases.

—¿Y después?

—Y después nada.

Bufó sonoramente, encaprichándose en el asiento como toda adolescente respetable.

—¡Me dejas la parte aburrida y ni siquiera me cuentas cuál es la divertida!

—Una lástima.

Sacudí en el aire una lata de bebida energética para callarla mientras inspeccionaba el lugar. Me la arrebató de un manotazo, aceptando el soborno.

Del otro lado de la calle en la que habíamos encontrado de milagro un espacio para estacionar se alzaba un gran edificio de irritante vivacidad. En cada pared, incluso en ciertas ventanas, reposaban dibujos de todos los colores y tamaños. Un enorme pintor, dibujado con un estilo caricaturesco que me desagradaba hasta lo imposible, marcaba los bordes de la entrada con un pincel de varios metros de largo. Los trazos eran tan variados en los distintos rincones del personaje que se notaba la cantidad de artistas que trabajaron en él. Lo hacían incluso más feo, si eso era posible.

Lo mismo se repetía por el resto de la construcción. Un saxofonista, una bailarina, algunos animales que se tomaban de las manos.

—Es un asco —dijo Ana.

Parecía que podía leerme la mente.

—Ni me lo digas, me dan ganas de vomitar solo de verlo.

Nos pasamos los siguientes cinco minutos hablando de lo feo que era. Quejarnos de esa gente era una de las pocas actividades que nos permitían estar juntos sin pelear, incluso si nos habían criado como a ellos.

Nuestras vidas fueron sencillas. El mayor trauma que alguna vez experimentamos debió ser, con total probabilidad, pasar un mes en ese manicomio lleno de pintura y gente que hablaba como si le hablaran a perritos. ¿Y los alumnos? Eran peores que sus dibujos. Energéticos y vibrantes.

Si alguna vez caímos en cosas turbias, como podían ser las drogas y negocios con la mala hierba, fue por puras malas decisiones de las que nos jactábamos. Para nosotros, nada se asemejaba a estar en esa pocilga que odiábamos con el alma.

¿Exagerábamos? De seguro, pero nos daba igual.

La gente iba y venía alrededor. Descansaba una fila de bicicletas encadenadas en la entrada en un punto perfecto para abollarlas con el caño de hierro que había guardado de la noche anterior. Viejos amigos se saludaron, se abrazaron. Cada vez que iba a bajar me quitaban las ganas.

Ana, que llevaba todo ese tiempo con la lata en manos y sin probarla, se la llevó a los labios en un ademán distraído. Gimió por el asco que su bebida favorita le provocó.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora