25.2 - Cómplices

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Enfrascados en el tema de conversación del día —una polémica de internet de la que no estaba enterada—, mi grupo de amigos pasó de largo el hecho de que no había dicho una sola palabra en media hora, enfocada por completo en un punto de la calle d...

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Enfrascados en el tema de conversación del día —una polémica de internet de la que no estaba enterada—, mi grupo de amigos pasó de largo el hecho de que no había dicho una sola palabra en media hora, enfocada por completo en un punto de la calle donde se estacionaba una suv blanca. Cada jueves a esa hora solía estar ahí la camioneta de Tadeo, con Anahí saliendo con su llamativa presencia. 

Era extraño no encontrarme con su mirada, ese asentimiento que me hacía, como un saludo privado. Últimamente, incluso me sonreía al hacerlo, el paso de un vago «¿qué tal?» a un «buen día».

¿Tadeo le desearía un buen día a alguien? Me pregunté cuál sería su versión de ello. Tal vez era ese gesto.

De alguna forma, ese silencio compartido se sentía más personal que los saludos que intercambiaba con decenas de personas al día.

—A ver, pensémoslo bien —decía Renata, involucrada con el tema como si el drama de un famoso fuera suyo personal—. Imagínate, ¿qué dirías tú si esa persona no te habla? ¡Podría ser por cualquier cosa! Si alguien quiere hablarte, te hablará.

—Y si tú quieres hablarle a alguien, le hablas y punto —intervine, pensando en voz alta.

«Y si no sabes algo, vas de cara».

Kevin solía hablar de ceder a los pensamientos intrusivos. Pocas veces estaba de acuerdo conmigo misma.

—¿Compramos helado antes de ir a la casa de Mar? —propuse.

Se distrajeron con una conversación sobre qué sabor de helado era mejor. Apenas los escuché.

 Apenas los escuché

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» Sigues vivo?

Un cliente se acercó a la caja en ese momento y guardé el teléfono, perdiendo de vista el mensaje de Franco.

La tranquilidad de la rutina era inquietante, echaba constantes vistazos a la gasolinera esperando encontrarme con algún problema. 

¿Esa libertad era real?

Ya no tendría que volver a ver esos perros sangrantes, a lidiar con esa gente asquerosa. Parecía tan simple que no me lo creía.

Meg levantó el hocico con el pitido de la caja. Entregué el recibo y el vuelto, demasiado distraído para pensar en sonreír. El señor me deseó los buenos días y le devolví un asentimiento ausente. En cuanto salió, el hocico de Meg se levantó en mi dirección.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora