24 - Iguales en la multitud

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—¡¿Por qué no te entra en la puta cabeza?! ¡Deja eso y escúchame! ¡Franco!

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—¡¿Por qué no te entra en la puta cabeza?! ¡Deja eso y escúchame! ¡Franco!

El perro tenía talento para ignorar. 

Le tocaba reparar su desastre y a mí supervisar que lo hiciera bien, pero ya había llegado a mi límite. Eso era todo. Había dejado a Meg en casa porque ni siquiera era capaz de mirarla. Era una suerte que el día anterior hubiera sido mi día libre, porque había llorado ebrio para caer dormido, con mi cabeza regresando incansable a la tarde anterior. De la sangre derramada. Sangre canina, la única que valía algo en ese mundo asqueroso.

Había pasado tiempo desde la última catástrofe. Sobrevivía gracias a voltear la cabeza y evitar las peleas. Así la culpa no tenía por qué atizarme. Mirar para otro lado. Cerrar los ojos. Taparme los oídos. En mis dibujos, sin embargo, seguía encontrándome con el monstruo que aborrecía.

La soldadora parecía serle más interesante que mis palabras. Tenía la mandíbula tensa y una seriedad que rara vez mantenía. 

—Mira —mantuvo el volumen bajo para evitar a los demás—, más allá de que me gusta la pasta que me hago aquí, tratar de terminar esto va a ganarte más que una patada en el culo, es una terrible idea, y mira quién te dice que algo es mala idea. 

Regresó a la soldadura. Nos fijábamos obstinados en los destellos para no enfrentarnos a esa discusión. Cuando se detenía para evaluar su progreso, manchas en mi visión evidenciaban mi desprecio por mi propia vida. Al menos tenía el consuelo de que las células muertas cubrían la sangre del suelo.

Me encorvé y aplasté el rostro en mis manos grandes y toscas. Las yemas rozaron los pequeños botones de metal expandiendo los lóbulos de mis orejas. Me sentía impotente ante la realidad: era insignificante. Ni siquiera tenía un apodo, algo fundamental en nuestra ciudad.

A nadie le gustaba usar nombres, incluso había salvado el pellejo de muchos conocer solo los apodos. Todos tenían uno. Jack, con sus uñas que recordaban al manos de tijeras, Toro con su calva que simulaba cuernos. Franco, el Perro. Corvo había llegado ya con ese nombre, Cherry lo consiguió porque era lo único que decía su vieja chaqueta de jean, su emblema de cuando se negó a compartir su nombre real, e Iris tenía unos ojos de color esmeralda intenso con su propia leyenda: «por sus ojos sabes que eres hombre muerto». 

Yo era solo Tadeo, no tenía relevancia alguna, mucho menos una voz que me permitiera hacer algo por esos animales. Así, quieto e impotente, pasaron largos minutos en los que me distraje con los sonidos de la fábrica. Alcé la cabeza, notando algo que no debería haber estado allí.

—¡Eh, escuchen!

Curiosos, la mayoría se detuvo. Me miraron extrañados. Levantándome de un salto, corrí hacia las escaleras para subir a la pasarela del primer piso. Hice fuerza para abrir una de las grasosas ventanas y ver hacia la calle.Allá, a lo lejos, conseguí distinguir la fuente de ese molesto murmullo creciente.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora