18 - Miedo, no fobia

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Un soplo de viento solitario me golpeó al desaparecer la camioneta de Tadeo en la noche

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Un soplo de viento solitario me golpeó al desaparecer la camioneta de Tadeo en la noche.

No quería admitirlo, pero sentía que acababa de perder al único aliado real que tenía. Otros habrían intentado hacerme entrar en razón sobre mi pánico, o indagado sobre la verdad. No cualquiera entendía que mi necesidad de guardarme esos motivos que convertían fobias irracionales en miedos fundados. Algunas veces, ocultar el interior no era por obstinación, sino una cuestión de supervivencia, y Tadeo pareció comprender eso.

Me deslicé entre los cuerpos sudorosos y amotinados para llegar a Liz, evadiéndolos con mi destreza de bailarina, aprovechando mi pequeño tamaño para escabullirme entre ellos. Una expresión de sincera sorpresa apareció detrás del cabello suelto y terroso de mi hermana. Su cuerpo aparecía y desaparecía de mi campo de visión con el movimiento de la multitud que aclamaba a los perros que desentonaban en el techo de un auto, liderados por Anahí, una canción de los años dos mil que de alguna forma todos recordaban.

Liz, desde el frente del grupo, encogió la cabeza y se abrió paso para llegar a mí, empujándolos con sus anchos hombros y con las manos encogidas sobre su pecho. Sonreía, contagiada por la energía que desbordaba el grupo. Su camiseta blanca estaba empapada, desprendía un apestoso olor a alcohol y drogas. Mis cejas se fruncieron con profundidad cuando la eyectaron fuera de la marea, tomando mis manos en un impulso alegre.

—¡Lili! ¿Qué haces aquí?

El resto de los olores eran tanto más sutiles, instalándose en mi nariz para no olvidarlos en una vida.

—Dios mío... ¿Bebiste?

Imitó mi expresión contrariada. Tomó el borde de la camiseta y la estiró para verla bien.

—Me lo volcaron encima.

Respiré profundo, sintiéndome mareada por las preocupaciones que me atacaban de golpe.

—De acuerdo, de acuerdo, no importa, no importa... —musité nerviosa—. Nos preocuparemos por eso en casa. Vamos, tenemos que irnos.

Tardó un instante en oponer resistencia. Sus manos se deslizaron fuera de mi agarre como viento.

—¿Por qué?

Ambas nos quedamos quietas en medio de las olas que formaba la multitud. Una tierna incomprensión brillaba en sus pupilas, apenas ladeada su cabeza en el intento de seguir mi actitud. La brisa que llevaba su cabello le secaba la camiseta y hacía volar el algodón gris con parsimonia, contradiciéndose con el caos real.

Uno de los altavoces interrumpió la música con un doloroso pitido. Retrocedí tambaleante, como si me hubieran dado un golpe directo en los oídos. El dolor pasó pronto, pero los incontables estímulos me distraían del hilo coherente que intentaba formar con mis pensamientos, mi concentración se perdía en el solvente formado por ese mundo externo tan diferente al mío interno.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora