22.2 - Grandulón

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Llamé insistente, abriendo los brazos y golpeando por aquí y allá mientras canturreaba

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Llamé insistente, abriendo los brazos y golpeando por aquí y allá mientras canturreaba.

—¡Hola! ¡Iujuuu! ¡Abre!

Me puse de puntillas para ver donde el vidrio dejaba de tener esa fea textura borrosa. Jo, no sabía para qué tenían ventana si no iban a ver nada. Aplasté ambas palmas encima y me recargué del todo en el vidrio, distinguiendo el movimiento detrás muy tarde. La puerta se abrió y corté una puteada por la mitad, deteniéndome antes de caer.

Soledad retrocedió con los ojos abiertos, sorprendida por mi caída. Cuando me recompuse, su rostro se frunció con fastidio.

—¿Qué carajos? ¿Por qué te tengo aullando en mi puta puerta a las dos de la mañana?

Uní las manos en la espalda, sonriéndole con todos los dientes. A juzgar por el gesto de «no me jodas» nada simpático de sus cejas oscuras, no me salió bien. Se movió y me aparté, usando las manos como barrera de lo que fuera que se le cruzara por la cabeza hacerme. Hombre, nada me habría sorprendido de ella, estaba tan chiflada como su hermana Mercedes —Mecha era un apodo horrible, de verdad—, que estaba tan chiflada como su amiga, que estaba tan chiflada como su hermano, que estaba tan chiflado como yo.

¡Mierda, esa cadena sí que me daba dolor de cabeza!

—Okey, okey, mira, no me mates, solo... escucha. —Su ceja se elevó todavía más—. Mira, pasaron cosas. Hoy teníamos una pelea en la fábrica, pero, ¿escuchaste de ese perro, Diablo? ¡Diablos, era una puta locura! Tenía unos dientes de puta madre y un carácter de puta...

—Sí, sí, puta esto y puta aquello, ya entendí —gruñó, haciendo señas para que avanzara más rápido.

—¡Sí! —exclamé. Me rasqué la barbilla, de golpe incómodo—. Eh... Bueno... Pasaron cosas.

Se recargó contra la pared, como si esperara pasar allí el resto de la noche.

—Fran, ve al grano.

—¡Ya, a eso voy! ¡Paciencia! —exclamé—. ¡Puf! Esta gente que no...

—¡Franco!

Brinqué del susto.

—¡Sí, sí, sí! Tengo a Tadeo bien mamado en su camioneta y necesito ayuda para sacarlo.

Le sonreí con dientes y las manos unidas, esperando que la morena no me arrastrara del pelo quemado. Suspiró, se estiró para tomar su chaqueta y salió conmigo, colgando un cartel de «¡Enseguida vuelvo!» en la recepción.

En ese hotelucho de mierda solo estábamos los que no teníamos otro lugar al que ir, ¿para qué el cartel?

Caminó por delante de mí.

—¿Por qué no lo llevaste a su casa?

Bufé. Hundí las manos en el bolsillo y la cabeza en el cuello de la camiseta.

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora