30.1 - Las malas decisiones no se toman solas

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—¡Puaj! Prueba esto, sabe como a mierda de caballo leproso

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—¡Puaj! Prueba esto, sabe como a mierda de caballo leproso.

Lo miré con una ceja inquisitiva.

—¿Debería preocuparme lo específico que fue?

Soledad levantó el sándwich hasta la altura de su boca mientras se encogía de hombros.

—Nah, déjalo —amagó dar un bocado, pero se detuvo cuando se le ocurrió agregar—; de seguro ni siquiera sabe lo que es la lepra.

Franco soltó una abierta carcajada y regresó al suyo.

—¿Por qué lo comes si sabe tan mal? ¡Agh! ¡Cierra la boca!

—¡Qué asco, perro! ¡Traga primero!

Habló con la boca llena. A pesar de nuestras quejas, ni Sol ni yo pudimos reprimir la risa. Meg ladró, barriendo los peldaños sucios con la alegre cola. Siguieron con su conversación, por encima de mi silencio y mi obstinación por ignorarlos. A pesar de eso, apreciaba la compañía.

Hicieron una pausa cuando vimos una nueva ambulancia llegar.  

La policía estaba saturada, igual que las salas de urgencias, los bomberos. Cientos de heridos, involucrados o no, y manzanas enteras evacuadas por precaución. Quemados, golpeados, sobredosis. Los noticieros se daban un festín con la situación.

Tenía borrosos los recuerdos de la noche anterior. Me atraparon, me ingresaron en un hospital, me liberaron. Las salas de urgencias no podían permitirse tener a gente que podía caminar, así que me liberaron pronto. Además, un perro aullando en la entrada hacía más difícil el trabajo, al parecer.

Anahí, en cambio, seguía inconsciente. Mamá y papá estaban con ella, aprovechando la distracción constante de los médicos y enfermeras para estar ambos a la vez junto a la camilla. No estaba de humor para fumar, escribir, dibujar. Meg cada tanto levantaba las orejas con el paso de alguien, pero no se levantaría del escalón de hormigón hasta que yo lo hiciera.

Durante el día, una nube negra se destacó en el cielo antes vívido de primavera. Por la noche, era apenas visible, pero seguía sintiéndose la negrura particular de la noche. Una presencia inevitable sobre nuestras cabezas. 

Las sirenas seguían. Despertaban a Meg, luego la dejaban descansar. Cuando pasaban demasiado cerca me inclinaba para acariciarla.

«Escuchamos a tu perra llorar y tu perrita me dijo lo que pasó», explicó Franco cuando llegaron.

«Estaban bastante cerca de la ventana y Meg te olfateó», agregó Soledad. «Franco y ella entraron por ti, Mecha y la chica nueva de Ana entraron por ella y yo los ayudé por afuera. Fue una puta suerte para nosotros que hubieran llegado tan lejos».

En mi cabeza se reproducían las últimas imágenes claras que tenía. La silueta de Anahí envuelta entre telas, volando sobre el fuego que se consumía a la mujer del mural. 

Alas de kerosenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora